El cabaret de las ilusiones
La Sra. Slowsky se levantaba pensando en el peinado que le haría María. A pesar de la edad, continuaba siendo muy coqueta y jamás salía a la calle sin que sus cabellos estuviesen bien atusados. Prefería llevarlos al viento, rara vez se ponía una horquilla o un pasador. Atrás habían quedado los tiempos en que le obligaban a llevar el pelo recogido en un moño. María conocía perfectamente los gustos de la Sra. Slowsky y entendía su peculiar sentido del humor. Llevaba muchos años peinándola, puntual como un reloj, a las nueve en su casa del centro de Berlín. No obstante, el rostro de la anciana presentaba una expresión diferente aquella mañana de mediados de mayo. Observaba a María como si no la conociese de nada, con temor incluso, como si en su cabeza se librase una batalla de la que ni siquiera ella era consciente.
– ¡Qué melena tan lustrosa tiene! ¿Le viene de familia?
– Me viene del asco y la rabia de recordar el tiempo que pasé con la cabeza afeitada en un campo de concentración de Polonia-, contesta con ira contenida la Sra. Slowsky.
Los judíos ortodoxos consideran que el pelo es sinónimo de vida. Creen que desaparece un ápice del ser tras cortarlo. Con el paso de las generaciones, el cabello incluso ha adquirido una connotación erótica. Solamente se puede enseñar la melena larga y sin recoger al esposo, a nadie más. De ahí que las mujeres lleven siempre el cabello cubierto con pañoletas o pelucas.
– Su pelo es precioso-, asegura María.
– ¿Usted siempre ha sido peluquera?
– En realidad, soy actriz, aunque llevo muchos años peinando a señoras como usted.
– La vida es como una melena, María. Aunque la lleves recogida en un moño, debes peinarla todas los días para que no aparezcan remolinos. Si dejas que se te anude el pelo, la única solución pasa por las tijeras. Cuando era joven tenía la melena rubia platino. Era larga y formaba unos tirabuzones muy graciosos que me caían por los hombros.
– Como Marlene Dietrich en El ángel azul.
– Más o menos, pero Marlene era más sofisticada que yo. Procedía de una familia adinerada del centro de Berlín y yo, si te soy sincera, me había criado en la periferia de la ciudad ayudando a mis padres a labrar sus campos. Hasta bien entrada mi adolescencia no sabía nada de la vida.
– Pero no le quedó más remedio que aprender de golpe, Sra. Slowsky.
Un cazatalentos descubrió a la Sra. Slowsky una mañana cualquiera cuando salía del metro en Alexanderplatz y le ofreció hacer una prueba para cantar y bailar en un local que acababan de inaugurar. Empezó a trabajar en Die Katakombe, un cabaret que se puso de moda en el Berlín anterior al nazismo. Entre 1929 y 1935, fue el cabaret político y literario más importante de la ciudad.
– Goebbels lo clausuró cuando el partido nazi se hizo con el poder-, dice María.
– En efecto-, responde la Sra. Slowsky-. No pensaba que supiese esas cosas. Muchos artistas alemanes se exiliaron y, paradójicamente, contribuyeron a que se desarrollase la época dorada del cabaret en ciudades como Londres, Nueva York o París.
El local estaba situado a escasos metros de la Puerta de Brandemburgo y las luces de la plaza se filtraban por los ventanucos del cabaret. Estaba atestado de gente a todas horas. Disfrutaban de sus cervezas en unos diminutos cuartos llenos de humo con el sonido del piano como testigo silencioso. Cultura, política, música e historia entrelazadas. Color, desorden, locura. Los artistas tenían libertad para criticar y satirizar, para ser ellos mismos.
En la mente de la Sra. Slowsky empieza a sonar Raus mit den Männern, de Ute Lemper. Se traslada a la época en la que el futuro aún no estaba escrito, al momento en el que la vida consistía en sumar. Con el paso de los años, y al borde del ocaso, piensa que vivir se reduce a perder: a los seres queridos, a los amigos, a los deseos de juventud, a la lozanía de la adolescencia. Sin embargo, estas pérdidas se ven endulzadas por la sabiduría del recorrido vivido.
– De la noche a la mañana, todo se quebró y se instauró la penumbra en el arte-, afirma la Sra. Slowsky recordando el comienzo del nazismo. Un escalofrío recorre todo su cuerpo.
– En el arte y en el mundo-, apostilla María- ¿No considera que hoy en día, en cierto sentido, pasa algo parecido con los artistas? De puertas para afuera parece que somos libres, pero no deja de ser un sentimiento ficticio teñido de un halo de modernidad y libertad irreales.
María había estudiado cuatro años de arte dramático en una conocida escuela del centro de la ciudad, aunque su profesión no le permitía subsistir. Era menuda, estilizada, con la piel aceitunada. Sus amigos españoles la comparaban con Lola Flores en sus mejores tiempos e incluso con Paquita Rico, aunque sus ojos aguamarina tenían algo de nórdico. Su cabello negro, que se perdía en tirabuzones sin fin por unos hombros bien perfilados, tapaba unos pechos diminutos pero firmes como dos cazuelas de barro. Lista a morir, era la menor de cuatro hermanos y la vocación artística le venía de familia. Interpretar le ayudaba a vencer su timidez y trasladarse a galaxias remotas en las que se reinventaba a sí misma.
Le costaba mucho decir lo que bullía en su corazón porque consideraba que los demás se reirían de ella, aunque con el paso de los años había ganado en asertividad y poco quedaba de la María apocada y taciturna de la adolescencia. Solía preguntarse, con una inocencia pueril, dónde se escondía el tiempo perdido, el tiempo de los te quiero no dichos, las palabras olvidadas y las caricias enmascaradas. Era experta en guardarse las cosas en su cofre interior.
¿Existiría un hechicero en algún lugar del inframundo que acumulara el no-tiempo de los humanos?, pensaba. Cuando peinaba a la Sra. Slowsky sentía que ella era la gestora de ese tiempo que, con tanta frecuencia, se le escurría de las manos. Peinarla le proporcionaba paz, lo más parecido a la felicidad para una mente inquieta como la de María.
– ¡Es un poco tarde! No ha comido nada y yo me muero de hambre. ¿Usted ayuna, Sra. Slowsky?
– Yo ayuné en Dachau por todos los Yom Kippur de mi vida. ¿Sabía usted que yo me casé con un muerto?
– ¿Qué me está contando?
– 41.000 personas fueron asesinadas en el campo de exterminio de Dachau, en especial judíos polacos como yo. Me llevaron allí desde Berlín en un tren atestado de moribundos. Perdí a mi marido en ese tren. Nunca más volví a verle. Fueron años terribles, años que he apartado a un rincón de mi memoria al que acudo en rara ocasión, solamente cuando me siento triste. Conseguí escapar del campo de concentración. No me preguntes cómo lo logré porque no quiero contarlo. Sin tener nada más que la vida y una hija, en unas condiciones físicas deplorables, hui con la niña a Crimea.
– Lo sé. Fue un viaje muy duro.
La Sra. Slowsky cogió un barco desde Sebastopol hasta México. No le fue del todo mal y al poco tiempo de empezar a trabajar en una fábrica se casó con su profesor de español. Cuando llegó a México sólo hablaba yiddish, polaco, alemán y un poco de francés. Sin hablar español, no la contratarían ni de mimo en la calle, de manera que se apuntó en una academia.
– ¿Era feliz en México, Sra. Slowsky?
– Sí, mucho. Lo mejor fue, sin duda alguna, divorciarme del profesor. Aunque era una persona fabulosa, tuve que dejarle. Un día, al salir del trabajo, caminando por la misma acera que yo, frente a mí, me encontré a mi marido, quiero decir, al marido que yo creía muerto. No sé cómo no me dio un ataque, la verdad. La suerte, o la desgracia, quiso que a él también se le ocurriera escapar de los nazis refugiándose en México. Ni siquiera sabía que era padre y que tenía una hija. No te puedes imaginar el momento en que nos reconocimos. Me divorcié del profesor para volver a casarme con el padre de mi hija. Así que puedo decir que me casé con un muerto porque me casé con él en segundas nupcias como viuda de la misma persona con la que me esposaba.
– Creo que estaría más guapa con el pelo suelto, ¿no cree?
– Ya no tengo marido que me recrimine por llevar la melena suelta, así que haga lo que desee.
– ¿Dónde está su marido?
– Muerto, pero de verdad. Me duró poco. Nunca he tenido suerte con los hombres. En Berlín, pensaban que por ser cabaretera podían utilizarme a su antojo, como un pañuelo de papel. ¡Campesina y cabaretera, imagínese que combinación! Tenía fama de chica fácil y la verdad es que me daba igual, disfrutaba de mi cuerpo y de lo que la ciudad me proporcionaba, aunque solía sentirme un poco vacía. Muchos polluelos se acercaban a mi nido pero todos huían a la mañana siguiente. Para un hombre que no vuela, mi marido, se aleja definitivamente del nido a los cinco años del reencuentro. Nunca llueve a gusto de todos.
Los años en Dachau pasaron factura al marido de la Sra. Slowsky. La angustia se le había acumulado dentro como una larva que pugna por salir a la superficie. Cuando el parásito consiguió salir, murió porque no le quedaba nada dentro. La larva se lo había comido todo. El sufrimiento depende no tanto de lo que se padece como de nuestra actitud.
– Soy guapa, ¿verdad?
– Mucho, Sra. Slowsky.
– ¿Sabe que nos parecemos bastante? No es tan guapa como yo, por supuesto, pero tiene un aire. Será que por peinarme tantas veces se le ha pegado algo.
– Será eso.
– Debe de hacer mucho frío. En el DF hace mucho frío en esta época del año.
– No estamos en México, sino en Berlín. Y fuera el Sol brilla en una espléndida mañana de mediados de mayo. ¿Por qué no vamos a dar un paseo?
– ¿Con este pelo? ¡Parece que vengo de la vendimia!
– No sea cascarrabias, está usted muy guapa.
– ¿Así que no estamos en México?
– No, abuela, el recuerdo del cabaret pudo contigo y volviste a Berlín para reconquistarlo. Vamos a la calle que hace un día precioso.
– Mi madre dice que ser feliz es simple, pero que ser simple es difícil. Así que lo único que puede salvarnos es no tomarnos las cosas muy en serio. Porque, al fin y al cabo, la vida es un cabaret. Porque, al fin y al cabo, como mi abuela siempre me inculcó, la locura es lo único que nos hará libres en este mundo tan cuerdo.
FIN