‘Parthenope’: Celeste Dalla Porta, el suspiro de San Gennaro
Se trataba de la última pieza del rompecabezas. Después de haber regalado la majestuosidad renacentista en HD y descubrir en Toni Servillo a su alter ego en la gran pantalla, Paolo Sorrentino todavía debía otra figura dentro del ramillete de propuestas que le han elevado como el heredero natural de Federico Fellini: la musa, una actriz capaz de elevar su séptimo arte italiano al siguiente nivel. La búsqueda parece haber terminado con la irrupción de Celeste Dalla Porta, el tema predilecto en que se han centrado las críticas alrededor de la reciente Parthenope (2024).
Una ragazza de tierras lombardas que ha viajado al sur para entender mejor al maestro de ceremonias napolitano que ya se había exhibido en ese striptease emocional que supuso Fue la mano de Dios (2021). Dalla Porta no solamente ha conseguido convencer a la audiencia de todo el globo de que nació a orillas del Vesubio, la prometedora intérprete ya intuyó el horizonte que se vislumbraba al concluir el Festival de Cannes: “Tengo miedo de la fama, pero también estoy emocionada”.
La epopeya de más de dos horas de metraje abría un camino de resonancias homéricas, aludiendo en el propio nombre de la heroína del relato a aquella criatura de las aguas que estuvo a punto de atrapar al taimado Ulises para siempre. Un mal hado que la propia dalla Porta estuvo a punto de sufrir en sus carnes: su única escena en la fábula maradoniana de Sorrentino en 2021 terminó cortada del metraje. Eso sí, había algo en ella que hizo al realizador volver a recurrir a su talento; en dicha ocasión, como cabeza de cartel.

Nápoles un protagonista más de Parthenope
Hay algo sumamente enigmático en Nápoles. La calle más desaseada y arrinconada puede esconder en sus recovecos una hermosísima escultura, la entrada a un antiguo palacio adorablemente decadente. ¿Por qué un periodista como Roberto Saviano, autor de Gomorra, no se ha resistido a regresar a una urbe donde el clan de los Casalesi había puesto precio a su cabeza? Como si fuera una pasión inexplicable o una obsesión indescifrable al sentido común, el propio Sorrentino ha regresado una y otra vez a esa patria perdida, un lugar donde el San Paolo reserva sus coreografías más delicadas para celebrar los scudettos con alusiones a la sirena mitológica, la única fundadora posible para una urbe anclada en la nostalgia.
En plenas vísperas de un duelo de Champions League celebrado en el antiguo Santiago Bernabéu, el malogrado periodista David Gistau admitió haberse sentido impresionado por la mescolanza que suponía la embajada de aficionados del Napoli: Sorrentino, el cineasta a quien el columnista español admiraba sobremanera, estaba a poca distancia del líder de los Mastiffs, el feroz “Genny” a Carogna, una de las figuras más peligrosas y menos recomendables del país italiano.
Una mezcla imposible que vertebra un alocado entramado urbanístico que solamente puede ser paladeado realmente a lomos de una vespa entre señales de trágico comúnmente ignoradas. Es el espacio donde debe moverse la delicadeza de la Parthenope laica, una auténtica irrupción para la familia di Sangro y que pronto esgrimirá unas poderosas armas que podrían aparejar la autodestrucción: una fina sensibilidad, curiosidad intelectual y una absorbente belleza.

La familia Di Sangro y Capri
Un trío bien podría ser la base de un film calenturiento. Si se le añade el aderezo del incesto, un cierto aroma a las filípicas lanzadas por la antigua aristocracia transalpina a los Borgia salpicará la trama. En todo caso, un punto vulgar acompañaría a lo secuenciado entre las sábanas. No obstante, la apuesta del libreto de Sorrentino está mucho más próxima a la sofisticación mostrada por Soñadores (2003) de Bertolucci. Si Parthenope está hermanada con Lucrecia Borgia, lo hace con respecto a la cultivada duquesa de Ferrara, el personaje histórico, antes que con la vilipendiada femme fatale que perpetuaron plumas tan contundentes como la de Alejandro Dumas.
Desde su nacimiento, la ligazón de Parthenope con su hermano Raimondo (Daniele Renzo) es evidente a todos los niveles. En el caso de la segunda parte de la relación, hasta un punto de dependencia casi total. Con la fragilidad de la delicada pieza de porcelana que era John Malkovich en The New Pope (2019) o cualquier criatura de Tennesse Williams, es fácil intuir una tragedia clásica alrededor de los dos retoños de unos padres que no volverán a ser los mismos tras los azarosos dados arrojados por el Olimpo.
La última pieza del triángulo es Sandrino (Dario Aito), el hijo de la gobernanta de la mansión donde vive la familia Di Sangro. De inmediato, la joven sirena capta la plena atención del muchacho, generándose una subterránea pasión entre los tres vértices. Capri, la isla de los caprichos ocultos del emperador Tiberio, será el tercer acto de una historia de amor infeliz y donde ninguna de las partes amadas logrará sus objetivos. El peaje insular será el propio fratello, generando un abismo que separará para siempre a la heroína de sus progenitores.
El pecado que no puede perdonarse.

Chiachiello
Hereditary (2018) ha sido uno de los golpes más eficaces que ha regalado el género del terror en los últimos años. Directo y a la mandíbula, su capacidad de infundirnos pavor va más allá de los efectos especiales o el satanismo. Nada puede alimentar nuestras pesadillas con más fuerza que el miedo dentro de la propia familia, una culpa invisible que aleja a cada integrante para hacerlos más débiles y presas sencillas de la oscuridad.
A su manera, Celeste Dalla Porta sabe contagiar ese mismo espíritu, el propio de la víctima de esas maldiciones que Hera o Afrodita disfrutaban colocando en aquellas mortales capaces de cautivar a propios y extraños. La hermosa joven, la sagaz estudiante y el objeto de deseo de muchas almas se convierte en una presencia casi odiada en su casa, rea de un silencio descorazonador.
Es ahí donde la búsqueda comienza. La odisea femenina es abandonar Ítaca, pero sin la esperanza del regreso que Ulises tuvo durante dos décadas y ninguna fiel Penélope aguardando con astutos trucos la espera. Sus sueños de prosperar y hacer una tesis antropológica de nivel, los coqueteos con el mundo del espectáculo o cualquier otra pretensión artística irán acompañadas de un halo de tristeza casi imperceptible, la pequeña imperfección de una estatua de Miguel Ángel.
De la mano de un atractivo capo, Roberto Criscuolo (Marlon Joubert), podrá recorrer las calles más miserables y cubiertas de pobreza de la ciudad que ama, un triste recordatorio donde el poder de la Camorra está esculpido a fuego e incluso dos familias recurren a fórmulas medievales para sellar las paces con la desnudez de su pareja de herederos. Como buena antropóloga, Parthenope observa sin juzgar y bien haríamos nosotros en seguir sus pasos a la hora de dilucidar cuáles son sus aciertos y fracasos.

Sibila de Cumas
Por físico, bien podría haber sido una de las cortesanas de Silvio Berlusconi, aquel dirigente futbolístico empeñado en mostrar que podía hacer lo mismo a su nación que con sus operaciones alrededor de San Siro. Tal vez, esa versión de Parthenope hubiera llegado a senadora. De idéntica forma, costaría poco visualizar al personaje de Celeste Dalla Porta tornada en una de las esposas deslumbrantes de una estrella del Calcio; o, teniendo en cuenta su amplitud de miras en materia de la conquista amorosa, la mimada amiga íntima de una reputadísima actriz o sagaz productora de Hollywood, ambas dispuestas a beber los vientos por ese soplo de eterna juventud.
Teniendo todavía muy presentes las salpicaduras de sangre de la dualidad Demi Moore/Margot Qualley en la devastadora La sustancia (2024), la protagonista de esta fábula napolitana es consciente de los efectos que tendrá el paso del tiempo en su apariencia externa. Cuando su adinerado padrino, Achille Lauro, insinúe si ella hubiera aceptado casarse con él de haber sido más joven, la moderna Casandra da la vuelta a la cuestión: ¿aceptaría el hombre de fortuna desposarse con una Parthenope que estuviera en la tercera edad?
Su vínculo con la esclarecida princesa troyana no es casual. Al despedirse de Sandrino, se atreve a recrear, paso por paso, cómo será la llamada que su antiguo amante le hará al sufrir la crisis más fuerte de su futuro matrimonio. Como la Pitia de Delfos, sus versos están claros para el interlocutor atento: al oír su voz al aparato, Sandrino comprenderá el fin de su fantasía y volverá a su vida conyugal. Cara a los demás, la protagonista del relato parece disponer de la asesoría de Atenea para entender sus flaquezas y debilidades, sin abandonar un gesto de comprensión.

Parthenope: La jaula vaticana
Hay muchas perlas en El joven Papa (2016-2019). Desde la fascinante monja interpretada por Diane Keaton a la metáfora de pontificados atávicos que esconde el apolíneo rostro de Jude Law, su elegante provocación convierte incluso a la interesantísima Cónclave (2024) en una crítica serena y light al trono de San Pedro. Sea como fuere, no parece osado aventurar que el secundario predilecto para Sorrentino en su nuevo viaje a la Capilla Sixtina sea el cardenal Voiello. Encarnado por Silvio Orlando, el cineasta transalpino otorga a este maquiavélico hombre de Estado su debilidad compartida por el color azzurro, además de confiar en este intérprete de raza para dar algo más que un formidable antagonista en su serie televisiva.
Orlando repite en Parthenope con otra figura de autoridad, nada menos que un severo profesor universitario de Antropología que despierta de inmediato la atención de la sirena del relato, capaz de ver, al igual que sucedía con Voiello, que hay algo más que malas pulgas y desencanto cínico en ese hombre inteligente y áspero. Devoto Marotta, más allá de su sequedad, se convierte en el mentor de tesis soñado, la figura paterna que una talentosa muchacha necesita en un trance tan delicado: “Uste no me juzgará y yo no la juzgaré a usted”.
Con el transcurso de los años, ambos se mantendrán escrupulosa fidelidad a ese juramento, en una especie de taimada y bizantina aproximación afectiva, respetando los espacios íntimos hasta que la otra parte esté dispuesta a abrir sus puertas. Sorrentino escoge para la gran estrella una carrera atípica, una de esas cuestiones fascinantes que los mayores desaconsejan a las estudiantes aplicadas por tener pocas salidas: la investigación antropológica, descubrir los resortes y las pulsiones que se esconden detrás de lo que no se cuestiona.

Silvio Orlando en Parthenope.
Erimanto
En lo alto de aquella colina, el muchacho pudo distinguir a una deidad. Amante de mitología, sabía que esas cosas ocurrían. En tales casos, la persona mortal debe aceptar el regalo de la contemplación sin enturbiar. Eran las vísperas del Campeonato Mundial de 1986 y Diego Armando Maradona estaba ejercitándose en privado cerca en una pista de tenis con porterías. Paolo Sorrentino siempre afirma que apenas le vio fallar mientras simulaba situaciones de partido con los golpes francos que ejecutaba con precisión quirúrgica.
Realmente, no fueron pocos los demonios que acompañaron a la sobresaliente carrera de la leyenda albiceleste. De cualquier modo, el futuro cineasta pudo observar por una hora exclusivamente sus luces, las del artista a quien dedicaría unas emotivas palabras cuando fue galardonado con el Oscar por La gran belleza (2013). Apenas dos años después, colocaría un trasunto de su futbolista predilecto en Juventud (2015), donde su Maradona con sobrepeso y tatuajes no había perdido la capacidad de hacer maravillosos malabares con una pelota de tenis.
Con mucho tino, el libreto de Umberto Contarello y el propio Sorrentino no comete el error de convertir a Parthenope en una apasionada tifosa del Napoli, el club al que el barrilete cósmico regaló algunas de sus mejores improvisaciones en el San Paolo. No obstante, como buena antropóloga, la protagonista no dejará de tener curiosidad por el idilio que su ciudad vive alrededor de once individuos en calzoncillos cada dos domingos. Una pulsión en la que el director participó, apretujado en coches de amigos, plagado de supersticiones y pensamiento mágico, recurriendo a las reventas ilegales de entradas, etc. Había días donde le colocaban tan alto que apenas creía ver figuras de Subbuteo, pero no podía renunciar a esa droga.
De idéntica manera, ella no escapa a querer destapar la gran caja de Pandora napolitana.

Parthenope: el tesoro de San Gennaro
Si bien ha tenido que compartir foco con otros santos laicos con capacidad para hacer milagros con la pelota, nadie puede dudar que San Gennaro mantiene su monopolio de pasión religiosa en la comunidad napolitana. En un acto de talentosa hibris, nuestra protagonista aceptara el reto de querer ir el día más sagrado para desentrañar las claves de un ritual que enloquece a toda una urbe. Como en los buenos cuentos, la figura del mentor, el siempre excelente Silvio Orlando, la advertirá de que tenga cuidado cuando inicie su aventura al cruzar caminos con el obispo interpretado por Peppe Lanzetta.
En verdad, el custodio de la licuefacción de la sangre del patrono napolitano posee algo de mefistofélico en sus maneras. Igualmente, alberga ese innegable encanto y humor que ciertas representaciones del diablo poseen. Personaje grotesco en lo exterior, será el maestro de ceremonias que llevará a la heroína de la epopeya a una de las grandes boutades del largometraje: Parthenope desnuda y recubierta de los lujosos metales preciosos de la Iglesia. Un acto carnal donde lo profano y lo humano se entrelazan, una danza en Babilonia donde la cámara vuelve a provocar a la audiencia.
Mediase o no una manzana, podemos entender que Helena de Esparta quisiera regalar sus dones al apuesto príncipe Paris. Sin embargo, en un director tan amante de la belleza como Sorrentino, resulta provocador que una musa como Parthenope escoja para su pasión a una mujer y un hombre peculiares: una antigua diva que esconde sus imperfecciones bajo una máscara y este príncipe de la chiesa que se antoja un espejo de los vicios. Indiscutiblemente, se trata de una elección consciente, la última provocación de una personalidad inclasificable que se mueve por los sinuosos laberintos de las pasiones.


Parthenope: Non è peccato
Si bien es uno de los nombres con más lustre del casting, Gary Oldman aparece significativamente poco en el metraje de la última pieza del museo Sorrentino. Sea como fuere, su encarnación de John Cheever no pasará desapercibida ni a la muchacha napolitana ni a su audiencia. Se trata de una versión de una figura literaria real, nada menos que uno de los literatos clave en el Novecento norteamericano.
En una obra provocadora que no duda incluso en provocar a iconos con el calibre de Sophia Loren, destaca la ternura con la que se exhibe a un Cheever capaz de comprender en cada compás las circunstancias de Parthenope. En sus diálogos con della Porta se cumple aquella máxima que David Cronenberg supo aplicar a la deliciosa interacción Naomi Watts-Vigo Mortensen: son dos barcos que se vislumbran por sus luces en apenas el parpadeo de una noche antes de que cada uno prosiga su viaje por las oscuras aguas.
Frente a la genuina admiración de la sirena, la voz de Oldman muestra el respeto al tiempo ajeno y la honorabilidad de no querer aprovechar las confusiones ajenas. Una relación que embruja y donde no ocurre absolutamente nada más allá de la fugacidad de una conversación, la extraña empatía que, en ocasiones, puede producirse entre dos desconocidos. Que Parthenope sienta mayor apego por eso que alrededor de los lujosos helicópteros con ofertas irrechazables la convierten en uno de los más fascinantes misterios de una película plagada de ellos.