‘El hombre de la máscara de hierro’: la quinta espada
En El hombre de la máscara de hierro todo fue una deliciosa mentira. Si las Memorias de Monsieur D’Artagnan ya eran una novelización hecha a través de los testimonios de antiguos compañeros de armas en el cuerpo de mosqueteros de Francia, Alexandre Dumas pervirtió por completo las reglas.
Su libro Los tres mosqueteros (1844) desvirtuó los hechos, incurrió en varios anacronismos y convirtió incluso a un gran estadista como el cardenal Richelieu en un villano de opereta. Las palabras de Gatien de Courtilz quedaron sepultadas bajo aquel fabulador que, además, se nutría para su vasta producción de un equipo de escritores no acreditados.
Pese a ello, no puede negarse la inventiva de Dumas, un exponente máximo del Romanticismo, a la hora de elevar al folletín hacia la exquisitez. No tenemos ninguna prueba de que Athos, Porthos y Aramis, basados todos ellos en espadachines reales, hubieran sido camaradas del célebre D’Artagnan. Sea como fuere, se non è vero, è ben trovato. Para siempre, aquellas cuatro almas simbolizaron un paradigma de la amistad a través de los campos de batalla, los duelos bajo la sombra de paredes monacales y los amoríos e intrigas cortesanas.
El cine mimó desde el primer momento a aquel muchacho idealista que abandonó su tierra de gascones para probar fortuna en París. D’Artagnan siguió al pie de la letra las palabras de su progenitor: “No temas los peligros, y busca las aventuras”. El celuloide siempre encuentra excusas para beber en esas novelas de capa y espada, tan exageradas como absorbentes.
Hay una magia en el lema “Uno para todos y todos para uno” que luce como ninguno en la gran pantalla. Dentro de la amplia filmografía del mito, El hombre de la máscara de hierro (1998) mantiene un enigmático aroma que nos evoca a la gloria de días pasados.
Los viejos uniformes de D’Artagnan y los tres mosqueteros
Había asaltado la banca con un guion muy poderoso. A finales de la década de los noventa, la industria cinematográfica reconocía de inmediato el nombre de Randall Wallace. Firmó un libreto sobre el héroe escocés William Wallace, llevado al poco por Mel Gibson a las salas de proyección de todo el mundo: Braveheart (1994). Al más puro estilo Dumas, el escritor había sacrificado varias veces el rigor histórico, a cambio de regalar una odisea que se veía conteniendo el aliento.
Con semejante tarjeta de presentación, sorprendía poco que tuviera cheque en blanco para un ambicioso proyecto que iba a rescatar a los cuatro camaradas más queridos de las letras francesas. Pronto, la coproducción británico-americana de la Metro-Goldwyn Mayer demostró que no iban a existir problemas presupuestarios. Basándose con muchísima libertad en el manuscrito El vizconde de Bragelonne (1847), tercera y última entrega de Dumas sobre D’Artagnan, Randall Wallace quería alejarse de los más risueños mosqueteros a los que la audiencia estaba acostumbrada.
Lejos de unos alegres saltarines que lanzaban frases ingeniosas mientras intentaban recuperar las joyas de la reina de Francia, El hombre de la máscara de hierro quería mostrar a cuatro guerreros afectados por la edad. De hecho, igual que en la epopeya literaria, la trama comienza cuando únicamente D’Artagnan se mantiene en servicio activo. Eso sí, ha prosperado como capitán de la guardia del joven y arrogante Luis XIV.
El cuarteto de intérpretes seleccionado resultó tan internacional como lujoso: Gabriel Byrne (D’Artagnan), John Malkovich (Athos), Gérard Depardieu (Porthos) y Jeremy Irons (Aramis). En resumen, una pléyade de artistas que en solitario podían sostener sobre sus hombros cualquier película. Dentro de la filosofía que seguiría durante todo el largometraje, Randall Wallace se alejaría de las tramas originales de Dumas, aunque sin traicionar el espíritu: viejos amigos obligados a enfrentarse.
DiCaprio en El hombre de la máscara de hierro: L’étoile? C’est moi
Habían asaltado la banca bajo la batuta de James Cameron en 1998. Titanic supuso el ascenso al estrellato de una pareja de jóvenes que rebasarían los niveles de popularidad conocidos hasta la fecha en taquilla: Leonardo DiCaprio y Kate Winslet. Ambos eran asimismo talentos puesto bajo sospecha. ¿Personificaban una moda pasajera tan imponente como efímera? Tanto Winslet como DiCaprio darían sobradas muestras de ser sumamente versátiles, baste pensar la otra cara del amor que brindaron en Revolutionary Road (2008).
No obstante, conviene recordar que durante el rodaje de El hombre de la máscara de hierro nada de eso estaba claro. Eso sí, la confirmación de DiCaprio como el Rey Sol ya bastaba para garantizar una legión de fans que acudirían incondicionalmente a ver el nuevo papel de su referente. Para la emergente estrella aquel escaparate supuso la posibilidad de trabajar codo con codo con veteranos contrastados a lo que había idolatrado. Particularmente, su vínculo con John Malkovich resultó decisivo en varias escenas de carga emocional.
Al más puro estilo El príncipe y el mendigo (1990), DiCaprio tendría un desdoble para ser tanto Luis XIV como Philippe, su desconocido hermano gemelo. Uno ha crecido en la opulencia y el narcicismo de un monarca absoluto, mientras que el otro permaneció oculto y sometido a cautiverio en plena adolescencia. Temeroso de una guerra civil, Luis XIII solamente confió el secreto a unos pocos fieles, entre ellos Aramis. Philippe es un reo obligado a portar una máscara para evitar que incluso los toscos carceleros reconozcan en él al vivo retrato del rey.
Siguiendo la esencia de Dumas en El conde de Montecristo (1844) el argumento es una hipérbole dramática con tintes de folletín, pero, al igual que sucede con Edmond Dantès, el carisma de los personajes y los trepidantes acontecimientos facilitan perdonar cualquier inverosimilitud.
El hombre de la máscara de hierro: Aramis, cuestión de teología
No sorprendió a nadie que una productora como Disney cayera en la tentación de hacer su propia cinta en imagen real de las creaciones de Dumas. La cinta de 1993 supuso una adaptación para toda la familia de la primera novela, divertida e inofensiva en cuanto a sus pretensiones. Sea como fuere, suele subestimarse un detalle genial que David Loughery incorporó al argumento que dirigió Stephen Herek: el Aramis de Charlie Sheen admitía haber sido uno de los discípulos predilectos del cardenal Richelieu (representado allí por Tim Curry).
Hábil con las armas y las palabras, Aramis es el mosquetero menos vocacional de cuantos integran la epopeya literaria. Su carrera iba a ser la de un destacado y ocioso eclesiástico, pero su imposibilidad de cumplir el voto de castidad jugó en su contra. Sorprende que ni Dumas ni sus “negros” (donde se incluían luminarias como Auguste Maquet) hubieran contemplado nunca la opción de que Aramis en su formación se hubiera cruzado con el hombre clave de la Iglesia en Francia. Sin pretenderlo casi, ese toque de distinción está en el mosquetero al que da vida Jeremy Irons, siempre elegante y con un aire de melancolía.
El británico es especialmente hábil para hacer de almas sensibles que son capaces de ser críticos con sus actos pasados. Su jefe templario en El reino de los cielos (2005) tiene un denominador común con este antiguo servidor de Luis XIII que lamenta el día que colocó una máscara de hierro a un crío. Receloso de las persecuciones de su nuevo monarca, el Aramis de El hombre de la máscara de hierro se ha convertido en general de los jesuitas, una orden tan poderosa como controvertida para la Corona. Arrinconado, concibe un plan para expiar su culpa con Philippe y evitar la caída de sus camaradas. Mazarino habría estado orgulloso.
El hombre de la máscara de hierro: Athos, los pecados del padre
Athos es la figura que mejor escenifica el Ancien Régime entre los mosqueteros. O, mejor dicho, lo que deberían haber sido realmente aquellos señores feudales. Al más puro estilo Ned Stark, es un noble fiel a su palabra que, a diferencia de sus coetáneos, no exprime a impuestos ni abusa del débil. Eso hallamos en la pose distante que aporta Vincent Cassell en la muy reciente Los tres mosqueteros: D’Artagnan (2023), incluso cuando comparece ante un tribunal para ser juzgado de un crimen penado con la muerte.
Ese aplomo estaba ya en la curtida versión que aporta Malkovich de este aristócrata desilusionado tras tantos años luchando para reyes. Sus únicos báculos son sus antiguos amigos y Raúl, su único hijo. Simplificando mucho una enrevesada trama que incluye misiones dinásticas en Inglaterra, Randall Wallace mantiene el denominador común de la tragedia de Athos: el gran amor de Raúl (Peter Sarsgaard), Christine (Judith Godreche), entra en el radar del caprichoso Luis XIV.
Generalmente la ficción perpetua al depredador sexual como una presencia desagradable y viscosa. Por ello, es tan interesante las seductoras maneras que brinda DiCaprio a un maquinador soberano que, bajo una atractiva experiencia, esconde un alma capaz de destruir por sus meros deseos. Mandará al hijo de Athos a una misión imposible en primera línea, provocando la eterna enemistad del ex mosquetero, quien se alista sin dudar en la cruzada de Aramis.
Preparándose las coreografías de los combates, se determinó que cada leyenda tuviera su estilo propio. De D’Artagnan siempre se puede esperar algo excepcional, movimientos inverosímiles. Aramis es habilidoso y escurridizo. Porthos, la fuerza incontenible. En su manera de contener la respiración antes de un esfuerzo, Malkovich hace muy creíble a un añejo luchador al que no se le puede dar un centímetro. Sus estocadas son mortíferas.
El hombre de la máscara de hierro: Porthos, la sed por la aventura
Muchos de los planes de fuga orquestados por los protagonistas no pasarían un análisis táctico minucioso. Falsos frailes, cambiazos y todos los recursos que esperamos hallar en los giros novelescos decimonónicos. De cualquier modo, la filosofía a abrazar en El hombre de la máscara de hierro debe ser la de recuperar el sentimiento de aventura propia del género de capa y espada.
Nadie escenifica mejor eso que el Porthos caracterizado por Gérard Depardieu. Ya en la cuidada Cyrano de Bergerac (1990) demostró que podía ser una presencia muy a tener en cuenta con el verso y el florete. De todos los mosqueteros de Dumas, Porthos siempre ha ido asociado a la fuerza y un gran coraje. “Me bato porque me bato” es una de sus declaraciones de intenciones más evidentes en la novela original. Su forma de disfrutar el momento ha dado un paso más en Los tres mosqueteros: D’Artagnan (2023) al plantearse su bisexualidad. Un añadido que casa bastante bien con su despreocupado enfoque vital.
En El hombre de la máscara de hierro Porthos supone un alivio cómico importante, elemento que debe estar en toda cinta épica que se precie. De cualquier modo, teniendo en cuenta el calibre actoral de Depardieu, no hubiera desentonado algún monólogo más dramático. Incluso una breve intentona de suicidio en la granja donde se ocultan los mosqueteros prófugos es retratada como algo divertido. El carisma del francés hace elevarse a su personaje, brillando en sus infiltraciones a la Bastilla (de cuyos archivos se encontró le enigmática numeración del prisionero que inspiró el mito), además de las secuencias de acción.
Cada uno de los mosqueteros pone algo de sí mismo en el joven Philippe, buscando inspirarle para que sea la clase de monarca que llevan décadas queriendo servir.
La danza de las máscaras
La esposa de Randall Wallace, Catherine, poesía unos conocimientos sobre danza que la habilitaron para supervisar los bailes que serían celebrados en Versalles. El hombre de la máscara de hierro logra armonizar dicha sofisticación con ese concepto de “jaula de oro” que, asimismo, pudimos observar en la televisiva Versailles (2015-2018). Los protocolos de la corte más sofisticada de Europa permiten que cada personaje pueda ocultar su auténtico rostro.
Nadie luce mejor en esa faceta que Anne Parillaud, magnífica y enigmática como la reina Ana, viuda de Luis XIII y madre de los dos gemelos que se están disputando el reino de Francia entre las sombras. Redoblando la apuesta de Dumas, esta adaptación cinematográfica se olvida de damas de compañía y criadas de la monarca para plantear sin ambages un romance entre D’Artagnan y la soberana a quien ha jurado lealtad. Una sonata de invierno bien planteada y, habida en consideración el talento de Parillaud y Byrne, no hubiera importado darle más metraje en la gran pantalla.
John Malkovich también tiene la soltura suficiente para saber medir cuando incluso el incorruptible Athos puede dejar caer su estoica máscara frente a Philippe. DiCaprio y él van estableciendo una serie de vínculos para sus personajes que llevarán al mosquetero a cuestionarse si es legítimo poner en riesgo la vida de ese joven inocente por su venganza. En consecuencia, verse en el otro lado de la trinchera contra D’Artagnan le supondrá un gran dolor, puesto que si Aramis-Porthos son una dupla de amigos complementaria, ellos escenifican lo mismo.
Puede que el único ingrediente a este tributo a la mitología de Dumas sea que nuestro villano (Luis XIV) no tiene los mimbres que poseyó el Richelieu literario para crear oponentes al tridente de guerreros. Apenas disfrutaremos unos minutos del gran Hugh Laurie como desventurado ministro.
¿Dónde están Milady de Winter y el conde de Rochefort?
Eva Green, Raquel Welch, Rebecca De Mornay, Milla Jovovich… los zapatos de Milady de Winter no están hechos para que cualquier pueda llevarlos. Es necesaria una actriz carismática y que combine una explosiva mezcla donde astucia o seducción según sea preciso. Durante las aventuras de Dumas, la espía más sagaz y peligrosa del cardenal Richelieu, se eleva casi como una coprotagonista. Sorprende poco que los estudios franceses estén considerando seriamente hacer una precuela de la Milady de Eva Green.
Menos compleja, la presencia física del conde Rochefort como brazo armado de la Guardia del cardenal es otra cuestión a echar en falta. No en vano, en la bizarra Los tres mosqueteros (2011), adorada por nombres del calibre de Quentin Tarantino, se escogió a un talento como el danés Mads Mikkelsen para dar vida a este tuerto y artero espadachín que es el reverso tenebroso de D’Artagnan.
No hay ningún equivalente en El hombre de la máscara de hierro entre los colaboradores del malvado Luis XIV. Edward Atterton da vida al lugarteniente de D’Artagnan, el teniente Andre, pero su nobleza de espíritu y admiración hacia los cuatro mosqueteros original es evidente. Eso hace que su interacción sea muy interesante y bien interpretada, aunque sin la dosis de riesgo que sí poseían los mejores esbirros del cardenal en filmes anteriores, donde incluso una estrella como Christoph Waltz se ha dado el lujo de convertirse en el valido del trono galo.
Si bien DiCaprio funciona como un magnífico antagonista al que da gusto despreciar (solamente hace falta ver cómo gestiona el espinoso asunto de Christine), falta un motor fundamental de otras aventuras de los mosqueteros. Sea como fuere, Randall Wallace consigue, al igual que sucedía en Braveheart, traer el clímax más sobresaliente en el momento justo, amparado por una certera banda sonora.
La última carga
Nick Glennie-Smith compuso la música de El hombre de la máscara de hierro, uno de los ejercicios más eficaces para acompañar a las luchas de espada del tercer acto del largometraje que hoy nos ocupa. Sin importar que tarde en llegar, la reconciliación de los cuatro amigos para ayudar a Philippe en lugares tan emblemáticos como las mazmorras del absolutismo suponen un gratificante aroma de la mejor épica, incluyendo desempolvar los viejos uniformes.
Smith, compositor de origen británico, acompaña a la perfección el enfrentamiento de los viejos mosqueteros contra sus versiones más jóvenes. Al igual que los segundos, quedamos tan embriagados de las notas de recuerdos de victorias pasadas que comprendemos que los veteranos guerreros vayan ganando la guerra psicológica pese a su inferioridad numérica.
Cuando está en Versalles, Smith sabe ser luminoso y Barroco, pudiendo trasladarse algunos de sus temas a la inolvidable Vatel (2000). En las prisiones, sabe descender a un lugar más tenebroso, pero no exento de esperanza. “Soy yo quien lleva la máscara, no ella a mí” se convertirá en uno de los mejores diálogos de DiCaprio como Philippe, hermanándolo definitivamente con el conde de Montecristo.
Emulando al teniente Andre, únicamente podemos saludar el magnífico valor de estos cuatro iconos literarios que nunca defraudan cuando cruzan el umbral para trasladar su leyenda al celuloide. Y dentro de esa filmografía, El hombre de la máscara de hierro es un vino que está envejeciendo con suma gracia.