Stephen Dixon, un secreto muy bien escondido
A Stephen Dixon se sigue llegando por casualidad. Todavía es una especie de isla perdida entre tanto nombre, que apenas se deja ver de vez en cuando. Pero una vez se lee alguna de las líneas con las que encabeza sus relatos, no hay vuelta atrás, el enganche es inmediato.
Stephen Dixon fue un autor de lo más prolífico. Sobre todo, en cuentos. Sus colecciones de relatos son infinitas y a esto se suman sus grandes novelones, como Frog, en los que no deja a un lado la inventiva ni la originalidad de los cuentos. Sin embargo, a pesar de la amplísima obra, ha sido muy poco lo que se ha traducido de él. Con la consecuente realidad de lo poco conocido que sigue siendo.
Traducido a nuestro idioma de momento podemos encontrar en cuanto historias cortas Ventanas y otros relatos, Calles y otros relatos y la última adquisición, de la mano de Eterna Cadencia, como las anteriores, Historias tardías. Además, también podemos encontrar la novela Interstatal.
La extraña realidad
Las primeras antologías, tanto Calles (2014) como Ventanas (2015), trajeron una colección de cuentos de distintas obras del autor, abarcando desde 1976 a 1989. Relatos que, de alguna forma, aparentan no ser del todo realistas y que se desplazan hasta lo inverosímil de manera natural, pero sin dejar de ser reconocibles.
Y es que, entre sus historias encontramos todo aquello que tenga una mínima posibilidad de suceder. Extraño pero posible. Lejano, pero reconocible. Situaciones trágicas, que resultan graciosas ante la mirada del lector por los mecanismos utilizados y la ironía de la narración hasta llegar a incomodarlo. Aproximándose en ocasiones al teatro del absurdo por el uso de los diálogos y las acciones -repetitivas, torpes o ilógicas. Y situaciones más comunes o aburridas que derivan de nuevo en ese extraño suceder de las cosas, pero posibles: la pérdida de un reloj, encontrar un invasor en tu casa o una ruptura de pareja. Sencillez.
Sin embargo, solo es una sencillez aparente, y enseguida queda claro que no nos encontramos ante relatos convencionales. Porque detrás de esta apariencia se esconde un secreto, que muchas veces se intuye desde las primeras frases:
“Eugene Randall se apuntó con el arma a la boca y disparó.” (Historias del 14)
“Quieren quitarme la pierna.” (Corte)
“Entro en el departamento. La están violando. (El intruso)
Y esto es apenas el principio.
Todos los relatos se sitúan en Nueva York y nos acaban mostrando distintos aspectos de la vida de las personas en un mundo que identificamos rápidamente y, a su vez, se encarga de enseñarnos lo más inquietante de la naturaleza humana a través de situaciones cotidianas, pero con una vuelta de tuerca. Situaciones llenas a veces de ternura, a veces de un total desagrado.
Contado como nunca antes
Pero, ¿por qué se le considera como uno de los tesoros escondidos de la literatura americana, tal y como plantea Rodrigo Fresán en el prólogo de Calles?
Bueno, se podría decir que domina como nadie el arte de contar en historias y que, en sus propias palabras, cuenta algo “como nunca ha sido contado antes y tan bien hecho que ya no haya que volver a hacerlo”. La inmensa mayoría de sus cuentos son un despliegue de ingenio y originalidad. Donde el trabajo más técnico y cuidado del lenguaje potencia la carga emocional de las historias, lejos de hacerlas más frías. Historias en las que encontramos tragedia y comedia, humor negro y un absurdo al más puro estilo kafkiano.
Desde luego que muy convencional no es.
A pesar de la pulcritud técnica y los recursos tan bien elegidos para cada situación, como el solapamiento de diálogos y perspectivas o esas primeras y terceras personas tan particulares, no evita el trabajo de la parte más emocional, más bien al revés. Es cierto que muchas obras literarias que llevan un trabajo quizá exagerado u obsesivo del lenguaje pueden caer en ser únicamente un armatoste estilístico, una demostración del buen hacer del escritor, pero vacío; el sacrificio del contenido en favor del continente. Sin embargo, aquí ambas cosas van de la mano.
Un lenguaje que, por otro lado, tiende a lo cercano, lo coloquial, un fluir abrumador a veces que se acerca al lector con muchísima facilidad. Algunas escenas o discurrir interno de los personajes recuerda en cierta forma a ese lenguaje tan bien conseguido por Salinger en sus relatos. Una coloquialidad que no suena impostada, sino que más bien al revés. Dándole agilidad a la lectura y empujando a quien lee por sus palabras sin que pueda detenerse. Cuando uno quiere darse cuenta ya está final de otra de las historias. Otra vez.
Stephen Dixon: Que se descubra el secreto
Las historias de Stephen Dixon pueden parecernos extrañas, en muchas en ocasiones casi rozando lo esperpéntico, también gracias al camino del absurdo a lo Kafka, y sin embargo son absolutamente reconocibles.
En resumidas cuentas, pues eso, es como un juego continuo y más que drama, genera sorpresa, sobrecogimiento y, desde luego, esa sensación de estar continuamente alucinando por lo que está sucediendo o está por suceder. Después de dos o tres historias ya uno se prepara, va a la expectativa y con el ojo puesto en lo que pueda venir.
Calles, ventanas y un sinfín de posibilidades, porque parece que, para Stephen Dixon, los giritos y las sorpresas siempre son posibles, siempre son distintas y, a la vez, irrepetibles. Está tan bien contado, que no hay necesidad para que vuelva a contarse de nuevo.
Cada cuento es como un juguete nuevo, de la misma gama, pero con novedades incorporadas. Para volverse loco. De esas cosas que uno lee y quiere que no se acaben nunca, porque volver a encontrar algo parecido será difícil. Haciendo caso a Rodrigo Fresán, no se merece menos que una eufórica recomendación, porque colega, menuda locura.
Ilustración de la portada: Flight of the muse de Paul Bond.