‘Drácula de Bram Stoker’: el diario de Mina

Hay decisiones que cambian el curso de una película, y otras que alteran la mitología del cine. Cuando Winona Ryder se cruzó con Drácula, no solo revivió a un monstruo literario: trajo consigo una nueva forma de mirar el horror, el deseo y la decadencia romántica. Bajo la sombra de Coppola, pero con luz propia.

Nada puede desangrarse a mayor velocidad que el star-system de Hollywood. A comienzos de la década de los noventa del pasado siglo, era innegable el papel que Francis Ford Coppola poseía en la industria del séptimo arte. No obstante, El Padrino III (1990) había levantado suspicacias, no solamente en el Banco Vaticano, también entre parte de la legión de fans que poseía la saga mafiosa más célebre en la historia del cine.

Curiosamente, en aquella tercera parte el director había cometido una osadía: desplazar a una actriz emergente como Winona Ryder para otorgar el papel a su propia retoña, Sofía Coppola. Su Mary Corleone despertaría sentimientos ambivalentes para la mitología de la serie, si bien esta última dama se exhibiría poco después como una notable realizadora.

Sea como fuere, al comienzo de nuestra sanguinaria historia, las tornas se habían cambiado. Ryder era una de las reinas de la taquilla, fruto de su papel como musa (junto a Johny Depp) de un artista emergente como Tim Burton, sobresaliendo en Eduardo Manostijeras (1990) y previamente con Bitelchús (1988). La intérprete nacida en Minnesota estaba en la cúspide de su fama y se había quedado prendada de un libreto que iba circulando por California: James V. Hart parecía haber hallado un giro de tuerca a uno de los monstruos góticos sobre los que el celuloide parecía no tener nada más que decir: el mismísimo Drácula.

Todo se había iniciado en Roma y ahora debería viajar a Transilvania.

Drácula, de Bram Stoker.
Drácula, de Bram Stoker.

Drácula: una oferta irrechazable

Aterrizada en la capital de Italia, Winona Ryder sufrió un bloqueo psicológico inesperado que provocó su extraña desaparición en el Padrino III. Aquello podía sorprender en una estrella que había debutado exitosamente en el mundo de los largometrajes con Lucas (1986). De cualquier modo, posteriormente se revelaría que la joven artista había sufrido episodios de acoso escolar que, irónicamente, se habían incrementado tras el rodaje su primera cinta con Tim Burton. Esa lamentable situación impidió su primera colaboración con Coppola, una espina que ella ansiaba arrancarse cuanto antes.

De igual manera, el italoamericano sabía que el instinto de la intérprete podía abrirle la llave a reverdecer laureles en la taquilla. Fruto de dicha colaboración quedó claro que Ryder sería la encargada de darle vida a Wihelmina Murray, la prometida de Jonathan Harker, un honesto pasante de abogado que iba a toparse con el cliente más insólito de todos en un castillo en la lejana Europa de los Cárpatos: Drácula. Como si viniera con más de una bendición bajo el brazo, la juvenil estrella casi daba por hecho que Johnny Depp, su pareja en aquellos instantes, iba a ser el encargado de encarnar a la desventurada víctima del conde.

Coppola sabía que allí había algo que sobrepasaba al mero nepotismo: aquella dupla tenía química en la gran pantalla y sus edades no podían ser más idóneas para asumir los roles. Curiosamente, Columbia Pictures echó para atrás la candidatura de Depp, quien ya estaba haciendo un notorio ruido, pero todavía lejos de la popularidad que alcanzaría con el célebre pirata Jack Sparrow. “Pensábamos que eras el padrino”, el director recordaría mucho tiempo después la decepción visible en los dos amantes al ver que incluso un realizador galardonado debía dar algún brazo a torcer en las negociaciones.

BRAM STOKER'S DRACULA, Winona Ryder, 1992.
BRAM STOKER’S DRACULA, Winona Ryder, 1992.

Los archivos del dragón

Depp tardó poco en consolarse con El sueño de Arizona (1992). Sin embargo, muchos de los otros entresijos del rodaje de este mito vampírico permanecen enterrados como si fueran enigmáticos testimonios de ultratumba. Por ejemplo, el célebre bloqueo que Hart tuvo a la hora de acabar la trama, casi tan consumido como terminaban aquellas almas que cruzaron su existencia con el conde en la novela de Bram Stoker.

Vista en perspectiva esta acometida, no era la primera vez que se jugaba con la capacidad de Drácula para amar. Una de las más llamativas y palpables se ubica en el telefilm de 1974, protagonizado por uno de los mejores villanos del cine: Jack Palance.

El gran mérito de Coppola y su equipo, sobresaliendo la labor con la fotografía de Michael Ballhaus, radicaba en potenciarlo todo a niveles del Barroco. De hecho, como han apuntado investigaciones previas sobre Drácula de Bram Stoker, la gracia del asunto era otorgar al señor de los colmillos las mismas motivaciones que Boris Karloff dio a su personaje en La momia (1932). Es decir, el peor de los monstruos puede resultar digno de empatía al hallar a la reencarnación de su antigua amada.

Eso hubiera bastado para hacer una obra de interés. En verdad, Hart puso mucho más al pulso entre épocas, especialmente provocando la fascinación de su Drácula por el cinematógrafo. Una idea genial, tanto que cuesta pensar que ninguna otra adaptación hubiera buscado subrayar que el señor de los vampiros visitó a una Europa a punto de quedar subyugada por el séptimo arte. Sin negar lo que habían hecho Alejandro Dumas, Le Fanu o Anne Rice, ¿podemos discrepar de que han sido las salas de cine las que han permitido a Nosferatu y los de su ralea tornarse en iconos de la cultura pop?

Las páginas perdidas de Mina

Bram Stoker compuso una narración de altísimo entretenimiento donde el uso de la correspondencia más clásica se alternaba con inventos como las recopilaciones en gramófono. Entre las múltiples narraciones de la novela, pocas son más importantes que las de Wihelmina Murray. Dama minuciosa, con estudios y que busca prosperar desde un escalafón social inferior al de su buena amiga Lucy Westenra, Mina, como cariñosamente se la conoce en su círculo, es una aguda observadora y aporta pistas valiosas de la ominosa presencia del conde en sus vidas.

Coppola ansiaba transmitir esa emoción (recuperando incluso el antiguo recurso de proyectar el rostro de la persona evocada cuando otro intérprete piensa en ella), además de mantener el roster de cazadores en su pureza complejidad inicial. Prolíficas sagas como la Hammer habían descubierto que era más cómodo unificar en una o dos personalidades el amplio elenco de secundarios que orbitaban en la pieza (el doctor Seward, el aventurero Quincey Morris, el enloquecido Renfield, etc.).

A medida que un barco plagado de cadáveres se aproxima a las costas británicas, una lectura atenta confirma que se va estableciendo una conexión especial entre Mina y Drácula. Cuando alcance su plenitud, las sagaces intervenciones escritas de la prometida de Jonathan guardan un elocuente silencio. Una omisión que únicamente podría deberse a estar apremiada y privada de su voluntad… o al sentido común de conservar privacidad incluso a costa de su querido diario.

Probablemente, debido a una irrupción llamada Drácula que sería responsabilidad de Gary Oldman. Un camaleón dispuesto a dormir en ataúdes, fingir acento europeo del Este y hacerse el cómplice perfecto de Michèle Burke y Greg Cannon (claves en el maquillaje del film) para hacer varios monstruos en uno. Nunca hubo un mal así.

Mina y Lucy.
Mina y Lucy.

Drácula de Bram Stoker: Pactos demoníacos

Había terminado cayendo en la parodia de sí mismo. ¡Incluso Abbot y Costello se habían enfrentado a él en sus célebres comedias! Drácula ya era un elemento tan popular en el país como la tarta de manzana o los fuegos artificiales cada mes de julio. De cualquier modo, Coppola recordaba su niñez y no había nada de que reírse cuando el monarca de los vampiros asomaba. Joven e impresionable, recordaría con gusto aquellas sesiones donde dos tíos suyos, gemelos entre sí, le premiaban con aquellas proyecciones en blanco y negro que le cautivaban.

Por ello, el prólogo de su film es tan importante. Si bien nunca citada como fuente directa, la célebre grapa marvelita Dracula Lives! orbita en la solemnidad de una introducción donde nadie puede llevarse a equívoco: si creemos que habrá final feliz y sonrisas… no hemos prestado la suficiente atención. Gary Oldman se enfunda en el tono de un cruzado enloquecido que se encomienda a Dios para lograr un triunfo imposible en el campo de batalla contra la maquinaria bélica de la Sublime Puerta.

Es fácil dejar que nuestra mirada caiga subyugada por ese juego de marionetas. Winona Ryder y Anthony Hopkins, quienes luego tendrán roles protagónicos en la era victoriana, prestan aquí su imagen para hacer de miembros de aquella corte en la cruenta Valaquia. Ralf-Peter Martin, uno de los mejores conocedores de la genealogía de los Dracul, advierte que desconocemos mucho del primer matrimonio del voivoda. En aquella época, los enlaces entre las casas nobiliarias únicamente buscaban reforzar pactos, poder y tierras, pero la ficción nos permite evocar a un Vlad Tepes tiernamente enamorado de Elisabeta, personificada de manera elegante y dulce por la propia Ryder.

Ganar el duelo para perderla poco después enloquece al guerrero hasta cometer la más antinaturales de las acciones.

Océanos de tiempo

Hoy nos puede parecer algo natural, pero hubo un tiempo donde no eran criaturas seductoras. Tuvo que llegar Frank Langella a la estimulante Drácula (1979) para que el público pudiera entender que el señor de los vampiros poseía encanto y maneras sensuales. Por no hablar de las páginas de artistas comiqueros como Marv Wolfman, Neal Adams, Gene Colan o John Buscema, entre otros; cada uno de ellos confirmó que había algo más que crueldad y colmillos en el monstruo. Y no parece casual que Coppola tuviera en nómina a un artista como Jim Steranko para una labor tan delicada como el storyboard, guardado cual secreto de sumario en la producción.

Todos esos ingredientes componen la pócima para que Gary Oldman y su versátil estampa brinden a un príncipe de las tinieblas que en el pasado amó… y podría volver a hacerlo. En honor a la verdad, buena parte del espíritu y del romanticismo afrancesado de Anne Rice ya era palpable y apenas precisaría de que llegase 1994 para que Entrevista con el vampiro nos hiciera caer rendidos ante la hermosura trágica de esas criaturas de ultratumba. Sin embargo, Oldman gozó de un par de años de ventaja en el celuloide que le permitieron componer a una atormentada alma que surcaba océanos de tiempo para reencontrarse con su antiguo amor.

Bien protegido por la partitura medieval y sugerente de Wojciech Kilar, Coppola se permitió todo capricho para un flashback que inundó de color carmesí hasta los crucifijos tallados en piedra. Olvidándose de la parte negra del personaje histórico, el Vlad Tepes de su narración es el paladín de la Orden del Dragón, un cruzado que lucha sin miedo contra el poder turco en la estratégica Valaquia.

Drácula de Bram Stoker: El amor nunca muere

Al igual que el Balian de El reino de los cielos (2005), la devoción de Vlad, bañada en acero, no encontrará consuelo cuando la propia Iglesia ortodoxa que defiende le niegue el paraíso a su amada Elisabeta. ¿Por qué funciona tan bien este desasosegante preludio al terror que vamos a presenciar? Buena parte de la culpa recae en una dama nipona.

Eiko Ishioka alberga un peculiar mundo interior debemos el fabuloso vestuario de Drácula de Bram Stoker, convirtiendo la indumentaria de sus criaturas en un erótico y misterioso viaje que cubre desde lo bizantino hasta el arte pictórico de Gustav Klimt. Su despliegue impresionante es palpable inmediatamente a través de la armadura que se enfunda Gary Oldman.

En contra de lo que podría pensarse, el talentoso escritor irlandés no regala ni un pasaje donde la conexión entre Vlad El Empalador y su criatura literaria sea irrefutable. Más bien es una insinuación, una más de la posibilidad de un monstruo jactancioso sobre el linaje. Atribulado, el Jonathan Harker de Keanu Reeves se disculpa avergonzado de haberse burlado de las historias de su anfitrión de los Cárpatos que juzga que por sus venas fluye la sangre de Atila.

Lejos de lo que pudiera anticiparse, Ishioka admitió no tener mucho bagaje previo sobre la literatura vampírica o los filmes posteriores. Ello otorgó una libertad creativa que asimismo se cimentó por la buena sintonía que de inmediato tuvo con Oldman, encantado de compartir sus impresiones sobre la vestimenta que llevaría en el Londres victoriano un señor que había visto caer a la poderosa Constantinopla en 1453.

La diseñadora nipona lo resumió con claridad: el vestuario sería el decorado y todo lo demás se lo dejaría a la iluminación. Fruto de sus conversaciones con Coppola, el libro Dreamers of Decadence pasaría a ser de cabecera.

Eiko Ishioka
Eiko Ishioka.

Lucy, First Girl

Dentro del género del slasher, es asombrosa la moralina conservadora escondida contra la liberalización sexual de la mujer. Como si estuviéramos todavía bajo los corsés victorianos, las damas capaces de hablar y exhibir su deseo merecen un castigo bíblico al final. Sadie Frost brinda en el proyecto de Coppola a una belleza aristocrática desencadenada, hasta el punto de que no sorprende en absoluto su aluvión de pretendientes. Algo ya visible en la novela, pero hiperbolizado a través de una actriz en estado de gracia.

Mina, por el contrario, tendría el papel de la final girl en los largometrajes de tipos con afilados cuchillos: es lista, cauta y pudorosa en su manera de llevar los asuntos sentimentales. Es decir, como bien parodiaba La cabaña del bosque (2011), quien merecía el premio de la supervivencia por su castidad. En un momento de su carrera donde quería asumir roles más atrevidos, Ryder veía en la prometida de Jonathan Harker una prueba de fuego extraordinaria.

Con acierto, el largometraje potencia que entre Lucy y Mina hay una amistad con momentos eróticos, algo que acudirá para regocijo del propio Drácula. Fiel al estereotipo tantas veces perpetuado en la literatura occidental, tomará salvajemente a la primera e intentará seducir a la segunda. Ese primer encuentro llevará a extrañas dolencias que harán al doctor Seward (Richard E. Grant), uno de sus pretendientes frustrados, recurrir a su querido mentor: el doctor Van Helsing.

Habiendo elegido al atractivo millonario Lord Arthur (Cary Elwes), entre los antiguos amores de Lucy (que incluyen al aventurero americano Quincey P. Morris, a quien da vida Billy Campbell), los enamorados de la señorita Westenra deberán afrontarla ya como una dama pálida e imponente, una seducción oscura. La clase de círculo de fuego que solamente puede cruzarse con un maestro.

Sadie Frost es Lucy.
Sadie Frost es Lucy.

El bien perturbador

Muchas críticas literarias inciden en otorgar al Abraham Van Helsing concebido por Bram Stoker un rol muy similar al del célebre mago Merlín. Realmente, el escritor irlandés supo perpetuar con habilidad el estereotipo del anciano sabio cuyos conocimientos guían a los jóvenes paladines. En muchos sentidos, con la muy probable excepción de Mina, el personaje más resplandeciente de la odisea entre dos mundos, una especie de Gandalf con antídotos frente a los vampiros.

Sorprende poco que Anthony Hopkins fuera el actor seleccionado para dar luz al más célebre cazador de criaturas de la noche. Casi nos atreveríamos a pensar que el film distribuido por Columbia Pictures rendía un homenaje al célebre Peter Cushing, el artista de impecable planta y sobriedad que dio vida al profesor en infinidad de ocasiones frente a los colmillos de Christopher Lee. Sin embargo, las cosas nunca son como creemos en esta fábula y el Van Helsing de Hopkins muestra una mayor penumbra… una que no deja de hacerle fascinante.

Seleccionado tras haberse barajado muy seriamente la candidatura de Liam Neeson, el impecable artista británico regala una némesis para Drácula que sabe cumplir con una paradoja: si el conde encarnado por Gary Oldman es un antihéroe, su principal perseguidor debe moverse igualmente por fronteras endebles. Por momentos, bien podría ser él nuestro fascinante villano y el vampiro la figura trágica atormentada por fuerzas oscuras.

Ello no es óbice para recordar que Drácula es un amante atormentado… y cruel. Sin duda, podría despedazar a un bebé si ello ayuda a sus objetivos. Sin importar sus discursos poéticos, el magnetismo de Oldman no debe empañar la oscuridad intrínseca de alguien capaz de traspasar cualquier frontera por sus objetivos. Al igual que Mina, no podemos ver atraídos por esa neblina… si bien conviene no subestimar sus riesgos.

Anthony Hopkins es Van Helsing.
Anthony Hopkins es Van Helsing.

Las poco éticas indicaciones de Coppola en Drácula de Bram Stoker

Hay algo impresionante en esa portada de la revista Rolling Stone. En un fascinante artículo sobre el asunto, Juan Sanguino rememoraba aquella imagen que revolucionó en 1993 la imagen de una estrella: Winona Ryder miraba fijamente al público con su cabello recortado y un peto vaquero. Una estampa rupturista del tipo de fotografía que podría vaticinarse de una estrella en ciernes, la clase de evolución que había tenido su Mina.

A lo largo de las páginas, se incidió por primera vez en que no todo en el rodaje de esta sangrienta obra maestra había sido placentero. Desde entonces, cual Rashomon (1950), han circulado distintas versiones que convergen en un punto: para una de las escenas más intensas de Drácula de Bram Stoker, Coppola había espoleado a otros actores en aras de improvisar algunas cosas que violentaran a Ryder durante su actuación. El objetivo dramático era reflejar los sentimientos ambivalentes de Mina, tan próxima al vampiro como preocupada por lo que esta relación puede romper de su vida con Jonathan y su futuro juntos.

Algunos intérpretes como Gary Oldman, proclives a lo inesperado en la puesta en escena, se mostraron encantados con el asunto, si bien otros como Keanu Reeves no quisieron participar en el experimento. Coppola no ha vacilado en resaltar que en ningún momento sus indicaciones pretendían provocar un trato vejatorio. Sea como fuere, Ryder siempre ha manifestado que no era una metodología de puesta en escena con la que se sintiera cómoda, agradeciendo que Reeves o el propio Anthony Hopkins no participaran.

Ya en el set de rodaje de Stranger Things, Ryder ha comunicado que su relación con el cineasta es buena, si bien el propio director italoamericano ha admitido que hubo varios puntos de ruptura entre su principal actriz y el protagonista.

© Cordon Press
© Cordon Press

Gary Oldman: un monstruo humano

Es palpable en varios de los extras de esta mítica cinta de terror que Anthony Hopkins quedó profundamente impactado por el nivel de pasión que Oldman otorgaba a su personaje. Especialmente en escenas donde su Vald Tepes llora, casi puede palparse la tensión de una criatura con siglos a sus espaldas que cree haber recobrado el amor… justo para verlo evaporarse en un instante. Sin embargo, no todos los miembros del casting se sentían igualmente felices de convivir con una intensidad del método que no admitía pausas o relajación, al más puro estilo Daniel Day-Lewis.

Tras un buen inicio de lecturas conjuntas de guion, Ryder iría hallando dificultades muy serias alrededor de las técnicas por parte del actor londinense, quien buscó sumergirse en el conde de una manera casi obsesiva.

Curiosamente, esa falta de química jamás resultó palpable en la gran pantalla, puesto que la conexión casi espiritual y oscura que la pareja tiene es uno de los grandes atractivos de la epopeya. Lo apenas esbozado por Stoker alcanzaba aquí unos niveles donde se pasaba del amor más puro a una pulsión innegable del instinto. Podríamos incluso atrevernos a decir que algo de eso hay recogido en la relectura de Nosferatu (2024) de Robert Eggers, donde el goticismo sensual de Lily-Rose Depp es la gran forma de acabar por el monstruo, por encima de cualquier estaca o antorcha.

Depp… un apellido que delata y que en aquellos noventa bien pudo haber tenido a su padre, Johnny, como el pasante de abogado. Reeves, al igual que Ryder, salió de su zona de confort para dar crédito a un caballero victoriano abocado a un fascinante e inquietante juego erótico con tres de las vampiresas del conde (entre ellas, la mismísima Mónica Bellucci).

Las hijas de Drácula en las catacumbas de Bombay

El talento de Eiko Ishioka está fuera de toda duda a la hora de valor su labor en esta aproximación única a Drácula. De hecho, Coppola se sintió honrado de poder participar con sus anotaciones en un exquisito libro de fotografías sobre el vestuario del largometraje, una auténtica pieza de coleccionista. Ello no es óbice para puntualizar que no siempre logró el aprobado inmediato: cuando intentó uniformar a Bellucci, Michaela Bercu y Florina Kendrick, los primeros borradores no complacieron al cineasta italoamericano.

Las novias de Vlad no eran tarea sencilla. Con títulos como La hija de Drácula (1936) en la cabeza, el realizador de El padrino era un cliente exigente. No obstante, como sucedería a lo largo de todo el metraje, la inspiración de la nipona halló la solución perfecta. La influencia artística gala de Mucha se mezclaría con velos de momia sumergidos en las catacumbas de Bombay. Al igual que el desventurado Harker, la audiencia sentiría que esas femeninas presencias tan atrayentes podían convertirse en un polvo si se daba un toque poco sutil a sus finas telas.

No en vano, el propio Bram Stoker había hecho sus pinitos en el género de las momias, una de las citas ineludibles del terror en el séptimo arte. Asimismo, a ese miedo patológico del caballero victoriano frente al poder de la femineidad en su estado puro, liberado de las ataduras del corsé del pensamiento conservador patriarcal burgués. No en vano, será Van Helsing, siempre el más desatado de los cazadores, quien cierre el círculo frente a esas tentaciones casi bíblicas.

Si Werner Herzog trazó al profesor holandés como un inútil que no podía ver más allá de su ciencia, Coppola otorga al erudito muchísima fuerza, pero sin escatimar un toque salvaje y un punto excéntrico apenas insinuado en pasajes de Seward y Mina.

El castillo viviente

Vemos a Van Helsing batiendo a las vampiresas mientras Mina le pregunta si también disfrutará decapitándola a ella. La última puñalada de Quincey culmina una frenética persecución donde los heroicos cazadores han cruzado la frontera para ser fanáticos de Dios. Todas esas secuencias memorables alrededor de un castillo que parece una persona viva, una especie de Nosferatu como el que combatía legalmente una (justamente) indignada Florence Balcombe, antigua prometida de Oscar Wilde y esposa de Bram Stoker.

La grandeza de Coppola y su equipo fue afrontar la complejidad de una novela increíble y no exenta de controversia: David J. Skal, uno de los grandes expertos en Drácula (y detractor del largometraje que hoy nos ocupa), afirma que la editora Edith Miniter se negó a hacer una revisión de la obra de Stoker por los profundos errores de redacción que tenía. En varias ocasiones se ha especulado con que el más firme colaborador del actor Henry Irving era alguien dotado de una imaginación portentosa al alcance de pocos, si bien poseía inseguridades en sus acabados.

Sea como fuere, legó varios relatos memorables y una pieza única en el mundo, un libro desasosegante que elevó lo que ya se intuía en la fantástica Carmilla. Al igual que él, Coppola ve a su metraje llegar tan agotado como Jonathan Harker a ese cierre, uno donde los grandes estudios no tienen paciencia (se llegó a barajar sustituir al italoamericano por otro maestro como Jonathan Carpenter), momentos quizás acelerados de la que era una ópera excelsa.

Da igual, volveremos a caer embrujados al ver a Winona Ryder moverse por ese Londres victoriano tan de Penny Dreadful, mientras que Hopkins u Oldman se retan por ver cuál de sus firmes creencias es más fuerte que la del contrario. ¿Es una fiel adaptación del original? Frente a todo, es una creación formidable.