‘El luchador’, de Darren Aronofsky: un descarnado retrato de almas a la deriva
“Al fin he hecho una película que mis padres pueden ir a ver”. Con tono jocoso, la broma de Darren Aronofsky escenifica de manera brillante la sensación que tuvo buena parte de la audiencia, acostumbrada a su peculiar forma de concebir el cine. El luchador (2008) no parece, en principio, la clase de temática que cabría esperar en un cineasta cuya filmografía suele tener resonancias bíblicas. Sin ir más lejos, pensemos en Madre! (2017) o Cisne negro (2010).
En esta ocasión, el director de Brooklyn decidió llevar a la gran pantalla el guion de Robert D. Siegel sobre una antigua gloria de la lucha libre llamada Randy “The Ram” Robinson. Un personaje ficticio, pero cuyos ademanes nos recuerdan a figuras reales de ese espectáculo como Hulk Hogan.
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El luchador: donde las cuerdas queman
El boxeo es un arte terrible. Se mire por donde se mire, hay un punto de infligir dolor y recibirlo. Ello no ha sido óbice para que plumas tan exquisitas como la de Joyce Carol Oates hayan regalado bellísimas páginas sobre algunos de esos combates y, especialmente, acerca de la personalidad de quienes saltan al cuadrilátero. En su juventud, Mickey Rourke practicó este demandante deporte.
Lejos de ser una ventaja, pronto Aronofsky y su estrella en el film se dieron cuenta de que eso suponía un problema. Pese a los estragos de la edad, la masa muscular del actor neoyorquino seguía siendo imponente, pero sus conocimientos sobre el ring eran contraproducentes. En una lucha pugilística, parece que no está pasando y nada y puede aparecer un golpe seco terrorífico que cierre la noche. Como bien reflejó la fantástica interpretación de Hilary Swank en Million Dollar Baby (2004), incluso en los momentos de mayor calma o victoria cantada, la persona con los guantes está en grave peligro.
Por el contrario, como Aronofsky supo descifrar, la lucha libre supone anunciar a kilómetros el próximo movimiento que va a suceder. Preparar al público para algo realmente impactante, pero pactado y acorde con unas reglas. El sonido, las caídas o presas estremecen, aunque suelen carecer de efecto real. Rourke se imbuyó de esa nueva filosofía para brindar a un campeón de la era Super Nintendo, si bien de capa caída y cuyos momentos de mayor fama ya quedaron atrás.
Como bien plasmó Eva Güimil, una elección perfecta. Pocas estrellas de Hollywood han sido tan interesantes y autodestructivas en los últimos tiempos. Gran seductor en los ochenta y guerrero en la siguiente década, su incursión en El luchador logra aglutinar ambas facetas en un ambiente de decadencia.
Are You Ready to Rumble?
Si bien no lo aparenta, El luchador es una película realmente escueta en presupuesto. Sin embargo, el equipo de Aronofsky consigue que ese hándicap termine metamorfoseándose en virtud. Por ejemplo, al tener que recurrir a enclaves donde se celebran auténticas veladas de lucha libre, el staff del rodaje logró la colaboración de la comunidad de fans para que sus integrantes sirvieran como improvisados extras en las secuencias de las performances de “The Ram”. Todo ello termina dando briznas de autenticidad a los gritos, alzamientos de vasos de plástico rellenos de cerveza o abucheos cuando los villanos ponen contra las cuerdas al favorito del público.
Cabe hacerse la pregunta de si el largometraje termina siendo una denuncia que se torna en apología de los sinsabores de este espectacular negocio. La cámara siempre personal de este singular director permanece aquí como una inteligente y humilde observadora. Ni lo bueno ni lo malo se omite, permitiendo a la audiencia llegar a sus propias conclusiones con todos los datos disponibles. Además, en un efecto muy interesante, las coreografías de las batallas entre los luchadores son explícitas, pero no gratuitas.
Por ejemplo, en una de las actuaciones más escalofriantes de Randy, peleando contra un desaliñado luchador con el elocuente apodo de “Necro Butcher”, todo se reconstruye a través de un gran flashback. Esta medida representa algo totalmente pertinente para ahorrar sufrimiento en la persona espectadora, puesto que escenifican un show con cristales rotos y alambres que sería incluso insoportable si no supiéramos que ambos contendientes sobreviven.
Otro tema tabú a tratar era el consumo de sustancias dopantes, cuestión mostrada sin pudor, pero también evitando prejuzgar. El dolor que emana del cuerpo de Mickey Rourke nos parece sumamente real, a la par que el de sus compañeros en este moderno Coliseo para la televisión por cable.
Marisa Tomei en El luchador: el negocio de la carne
Cuesta poco imaginar una versión de Marisa Tomei con cien años que mantenga la elegancia en su figura. La intérprete de Brooklyn tiene una capacidad de fascinar a través de la cámara que aparenta sencillez, aunque sea un arte muy difícil de lograr. Si bien en El luchador se encontraba en un punto de su carrera de espléndida madurez, logra hacer creíble en el largometraje que encarna a una mujer que está sufriendo algunas etiquetas de la edad para mantener su trabajo.
Cassidy, el personaje de Tomei, es una bailarina de stripper que está empezando a tener algunos problemas para atraer clientela en los poco recomendables antros donde realiza sus danzas. Y es que el tipo de usuario que frecuente sus servicios no suele tener la sensibilidad para apreciar la transformación de la belleza juvenil en un atractivo distinto, pero de la misma forma embriagante, algo que la cinta logra transmitir con una excelente naturalidad.
El guion de Siegel conecta muy bien esa realidad con la del propio Randy. Tanto él como ella son dos personas en una etapa más que óptima para ejercer casi cualquier oficio. El problema es la clase de negocio en la que están involucrados. Uno en el foco donde la superficialidad lleva a un rápido declive, propiciando que una sombra de oscura indiferencia se cierna sobre ambos.
Un improbable romance entre perdedores, siempre infinitamente más interesantes que el bando ganador, que es contado con una calma y falta de efectismo que recuerda a los mejores compases de la película Rocky (1976) de John G. Avildsen. Una pareja de almas a la deriva y en una encrucijada para los siguientes años que, por motivos distintos, resulta intimidante.
El luchador: golpeando los estereotipos
“Hay muchos estereotipos y Darren realmente quería evitarlos. Él no quería que hiciera una chica de la calle con un corazón de oro, algo así como un personaje oprimido. Traté de centrarme en bailarinas del negocio que eran realmente creativas”. Tomei rememora así su investigación junto al director con auténticas profesionales de esos clubs de noche en ciudades como New York o L. A.
Hay escenas de mágica cotidianeidad entre Cassidy y Randy. Por ejemplo, un simple recorrido por tiendas de ropa buscando algo para la hija del luchador. Cuando en la cinta entramos en unos ultramarinos o en cualquier comercio, casi sentimos que estamos invadiendo la intimidad de un espacio, que somos unos intrusos con cámara oculta que está a la caza de lo cotidiano.
Los viejos pósteres de su guerra contra otro luchador con el elocuente sobrenombre de Ayatollah nos evocan a los días de la Guerra Fría, a la era de Ronald Reagan. Un actor con la presencia física de Ajay Kalahastri Naidu da vida a esa vieja némesis que retorna con su amigo/enemigo para dar una última satisfacción a los nostálgicos. Por supuesto, hay auténticos profesionales entre bambalinas del wrestling: Kid USA, Ron Killings, Nigel McGuinness, etc.
Hay que decir que todos ellos están fantásticos y saben transmitir una gran autenticidad. Siempre en esa categoría mal denominada de secundarios, debemos hacer sobresalir la presencia de Mark Margolis (inolvidable por su aportación a Breaking Bad o Better Call Saul), un actor que siempre llena la pantalla con su mera forma de moverse y hablar.
Evan Rachel Wood es Stephanie, la hija de “The Ram”
Stephanie es un personaje que puede pasar desapercibido en un primer visionado de El luchador. Se trata de la hija de la estrella en declive, una persona joven que ha tenido que hacerse su propia coraza ante la desatención de un progenitor eternamente ausente. La elección de casting fue Evan Rachel Wood y, si nos fijamos con calma, ya podemos ver en dicha actriz esa mirada clavada en fuego rebelde que exhibió en Westworld (2016-22).
De hecho, Stephanie es la persona más dura del largometraje, aunque no lo aparente en un clima de testosterona y cuerpos esculturales. La mayoría de almas en El luchador buscan amar y ser amadas, pero de la manera más confusa posible. Por un miedo humano y comprensible a la soledad de la vejez, Randy se acerca a su retoña para reparar algo que llevaba mucho tiempo roto.
No es debilidad lo que lleva a Stephanie a aceptar la torpe intentona. Rachel Wood consigue transmitir los atisbos de felicidad que le restan de una infancia dura cuando descubre que su padre recuerda cosas de cuando ella era una cría. Los lugares que visitan, acorde con el espíritu del resto de la cinta, son de por sí sitios normalmente desolados y abandonados, sin que por ello se pierda ni un ápice de lirismo.
Es un arco argumental que se ha contado muchas veces, pero de tremenda efectividad cuando se ejecuta correctamente, como es el caso. Igual que la compañera de piso de Stephanie, intuimos el desenlace, que el ritmo de vida y la autodestrucción que lleva Randy solamente pueden conducir a un resultado trágico. Con muchas escenas de golpes y peleas con sillas, el instante más duro sigue correspondiendo a Rachel Wood cuando descubre que el familiar al que quiere recuperar no ha cambiado ni un ápice.
El luchador y Requiem por un campeón: Hermanas de espíritu
Réquiem por un campeón (1962) es una de esas películas que se ven conteniendo la respiración. En una memorable caracterización, Anthony Quinn da vida a “La Montaña” Rivera, un corajudo boxeador cuyo ocaso está cerca. Junto con su representante (el siempre magnético Jackie Gleason), buscará diversas maneras de ganarse la vida, arrastrando un rosario de lesiones y heridas de guerra que conmueven.
En uno de sus trabajos más logrados, Rourke recoge el testigo de Quinn para mostrar a un guerrero errante que ya no puede acudir a la batalla. Con un gran costumbrismo, la cámara delata su perplejidad en los empleos que intenta, sobresaliendo su periplo en la charcutería de una gran superficie comercial. En un curioso paralelismo, tiene la misma mirada perdida en esos lares que el protagonista de En tierra hostil, película del mismo año que El luchador y dirigida de manera excelente por Kathryn Bigelow.
Aronofsky va tejiendo una sutil red de araña para que Randy no pueda abandonar sus hábitos y vuelva al escenario. Con todo, es de suma importancia recalcar que no estamos ante un largometraje cruel o que caiga en el gore emocional gratuito. Y hay detalles magníficos de guion a ese respecto. Cuando “The Ram” acude a convenciones para firmar antiguas cinta VHS, es cierto que ya no hay una gran cola de fans aguardándole. De cualquier modo, el film no cae en la tentación de que ese grupo leal sea desagradable o despectivo con él. Por el contrario, le hacen sentir admirado y muestran una gran gratitud hacia sus recuerdos.
Otro tanto puede decirse del círculo de luchadores en el circuito donde participa. Siempre es recibido con agrado y con honestidad. Un afecto que él corresponde con los más jóvenes dándoles consejos útiles. Siendo un inadaptado, aquí logra hallar un auténtico hogar.
El salto final
Durante varios compases del proyecto, el nombre de Nicholas Cage sonó mucho para ser “The Ram”. Protozoa Pictures, la productora de Aronofsky, entró pronto en negociaciones con el sobrino de Coppola. Finalmente, el popular actor se terminó retirando con discreción del escenario, al comprender perfectamente que el director sentía que era un papel hecho a la medida de Rourke. De hecho, el cineasta siempre se ha manifestado en deuda por ese generoso detalle de Cage.
Probablemente, no haya una crítica más acertada del desempeño de Rourke que las palabras dedicadas por Rodrigo González: un ejercicio realmente emotivo, pero siempre alejado del sentimentalismo banal. De hecho, cuando observamos con atención, el director ha vuelto a salirse con la suya. Si bien no lo aparenta, su largometraje vuelve a tener unas resonancias bíblicas enormes.
La grada que adora a “The Ram” no deja de exigirle asimismo su propia sangre, incluso a base de cabezazos. Algo en la mirada de Rourke en su último salto al escenario evoca la sensación de abandono propia de un Mesías pagano que habrá de afrontar el sacrificio final. Cogiendo la clásica historia de redención que tan admirablemente le ha funcionado a la industria del cine norteamericana, Aronofsky logra darle la vuelta y pervertirla para su visión más pesimista, a ras de asfalto de Brooklyn.
El mérito, enorme, es hacerlo sin perder de vista a sus personajes. La cámara afronta con lógica generosidad los tremendos ejercicios de figuras como Marisa Tomei o el propio Rourke, cuyos talentos exigen y demandan un respeto a sus creaciones que El luchador les concede en todo momento. Estamos frente a una cinta descarnada, pero no despiadada. Rara vez alguien que aparezca en escena actúa de un modo inmisericorde. Hay tacto y la búsqueda de algo que no se va a alcanzar.