‘La muerte en Venecia’: belleza y fealdad se pasean de la mano

Thomas Mann (1875 – 1955) escribió La muerte en Venecia cuando contaba 36 años. La novela corta, de no mucho más de 140 páginas, se publicó en 1913. El autor afirmó en alguna ocasión que nada de lo que había escrito con respecto a esta historia era inventado.

Más de 100 años después, el Grand Hôtel des Bains de Mer de Lido sigue ahí. Desde 2010 está cerrado y es posible que muchos de los transeúntes o turistas que pasan por delante no sepan nada sobre la historia del lugar.

Era 1911 un escritor alemán, más tarde expatriado y finalmente reconvertido en ciudadano estadounidense, se alojó en este hotel veneciano. Allí conoció a un joven polaco, un niño, Władysław Moes, y se enamoró de él, pese a que había una diferencia de edad entre ambos de alrededor de 20 años.

Thomas Mann. Autor de La muerte en Venecia.
Thomas Mann. Autor de La muerte en Venecia.

La muerte en Venecia: De la realidad a la ficción

En su viaje al Lido, Mann conoció a Moes. Según parece, el alemán reprimía su homosexualidad que, en la época, era algo penado con la cárcel. Cuando se encontró con el polaco de 12 años se enamoró de él y, aunque probablemente nunca se dirigieran una palabra, este chico inspiró una de las obras más representativas de la literatura europea de antes de la Primera Guerra Mundial.

Władysław se convirtió en Tadzio en la ficción y Mann pasó a ser von Aschenbach, un escritor de gran éxito, pero que no logra encontrar una historia llena de verdad, de belleza, y que está hastiado por su ritmo de vida casi espartano.

Para despejar la mente, Aschenbach decide viajar, oxigenarse, llenarse nuevamente de aire para, ahora sí, escribir la pieza definitiva. Tras dar vueltas por algunos lugares, casi en un tropiezo, acaba regresando a Venecia.

Władysław es Tadzio en La muerte en Venecia.
Władysław es Tadzio en La muerte en Venecia.

A diferencia de otros de sus viajes a la ciudad italiana, esta vez Aschenbach llegó en barco y “comprendió entonces que llegar a Venecia por tierra, bajando en la estación, era como entrar a un palacio por la escalera de servicio”. Thomas Mann deja claro desde el inicio del relato esa atmósfera palpable que envuelve en un misticismo romántico a Venecia.

En el primer tramo de la novela todo es belleza. La ciudad reina sobre todo y las facciones y los movimientos de Tadzio definen la cotidianeidad del protagonista. Aschenbach, el gran escritor, cae rendido ante los pies de un niño.

Resulta asombroso pensar en que esto sucedió, con mayor o menor grado de acierto, y que Mann decidió traspasarlo al papel sin pudor, creando un relato bello y cruel a partes iguales.

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Contraposición de opuestos

“Que c’est triste Venise, au temps des amours mortes. Que c’est triste Venise quand on ne s’aime plus”. Esto cantaba Charles Aznavour en 1964. Qué triste es Venecia cuando el amor muere, qué triste es Venecia cuando no nos amamos.

Parecería que se han basado en la obra de Mann para escribir, al menos el inicio, de esta chanson française. Lo cierto es que no pasa mucho en La muerte en Venecia. ¿Acaso es necesario? El autor nos lleva de la mano en su paso por una de las ciudades más encantadoras de Europa.

Sin embargo, donde hay belleza hay fealdad, donde hay lujo hay miseria, donde hay opulencia hay hambruna. Así, hacia la mitad de la historia, todo se torna cada vez más inquietante. Mientras Aschenbach pulula por la ciudad, en ocasiones siguiendo a Tadzio y su familia, sin atreverse nunca a hablarle o mirarle muy de cerca, algo se está gestando.

Nadie quiere hablar del tema, pero una epidemia de cólera serpentea entre los canales. Los autóctonos se callan porque no quieren espantar el turismo, pero esta suerte de peste ya está llegando a otros rincones de Europa.

La bella Venecia queda apestada, inundada por la mugre. Todo el relato se construye con base en la contraposición de opuestos. A la belleza apolínea de Tadzio responde la senectud de Aschenbach, al encanto de Venecia habla la enfermedad, a la vida contesta la muerte.

La muerte en Venecia. Editorial DeBolsillo.
La muerte en Venecia. Editorial DeBolsillo.

La Lolita de Nabokov y el Tadzio de Mann

En 1955 la Lolita de Vladimir Nabokov revolucionó al puritanismo de la época, el que quedara ya. Humbert Humbert se dejó seducir por una niña, Aschenbach por un niño. La diferencia es que el primero llevó a término sus perversiones, mientras que el segundo simplemente se limitó a observar, a deleitarse platónicamente con la figura del mancebo polaco.

Humbert bajó a Lolita de su pedestal de diosa griega, pero Aschenbach tuvo a Tadzio como a su dios desde el principio hasta el final. Es innegable que las obras comparten un nexo que muchos llamarían pedofilia. ¿Puede un adulto enamorarse de un niño? ¿Es lícito? Quizá tenga que ver con el contexto. Tampoco este escrito pretende juzgarlo, sino señalar ese punto en común que, sin duda, comparten.

Al margen de ello, las dos piezas toman diferentes caminos. Es cierto que ambas se guían por la obsesión, pero en La muerte en Venecia la belleza es una protagonista más. Lo estético puede más que lo lógico y lo racional para su protagonista. Su amor se basa únicamente en ese aspecto, que puede considerarse superficial, pues Aschenbach en ningún momento interactúa, más allá de una mirada, con Tadzio. Esa superficialidad que suele acompañar a la belleza no está en el texto de Mann. Su concepción estética hace tambalearse sus principios morales y éticos, ¿puede más la belleza que la razón?

En las 140 páginas de novela hay espacio para la reflexión y podría decirse que todo es reflexión. No hace falta sumergirse en un tocho de 700 páginas para encontrar profundidad. Lo sorprendente de esta obra de Thomas Mann es que necesita menos de 200 para tocar diferentes temas como el amor homosexual, la diferencia de edades, el trato que se da en Venecia a una epidemia, pero sobre todo, ese doble filo que hay en la belleza (y realmente en todo en la vida) y detrás del cual se esconde la más angustiante de las fealdades.