Relato: ‘Las botellas de la alegría’ de Eduardo Viladés

Estaba rodeada de historias, pero era incapaz de crear su propia historia personal. Desde pequeña se había caracterizado por un carácter aventurero e indómito que convertía en fábula cualquier anécdota que pasara por su imaginación. Tenía el don de crear cuentos.

Sus amigos acudían a ella cuando estaban tristes para que les confeccionase una fábula que alejase los malos augurios. A menudo se preguntaba quién le escribiría cuentos a ella…

Vivía sola desde que sus padres se habían ido muy lejos. Sabía que en algún rincón de la memoria ellos la observaban y la cuidaban, pero en su día a día, tenía que lidiar con el fantasma de la soledad.

La casa de Manuela estaba hecha de bidones de aceite de la Sierra de Andújar. Se encontraba en medio de la plaza mayor de Villanueva de la Reina, donde su familia regentaba un negocio de distribución olivarero. En vez de ladrillos, las botellas sostenían las vigas del inmueble.

Villanueva de la Reina. Las botellas de la alegría.
Villanueva de la Reina.

Cuando Manuela tenía hambre, arrancaba una de la pared, se la bebía o echaba el contenido encima de una tostada y se reproducía sola como por arte de birlibirloque. A menudo, vertía el aceite sobre las patas de gallo porque tenía milagrosos efectos sobre las arrugas. No menos impactante era el efecto que tenía en sus platos porque otorgaba un sabor almibarado a carnes y pescados, que se empoderaban al entrar en contacto con el oro líquido.

Las botellas, con propiedades mágicas, se las había regalado a su padre el mago Merlín, enamorado de la Campiña Norte. De hecho, el hechicero de fama internacional llevaba años pensando en cambiar la fría Inglaterra por el más benévolo clima de Sierra Morena.

Merlín el mago.
Merlín el mago.

El poder de las botellas

Las botellas tenían el poder de absorber el conocimiento de los siglos. Y la casa de Manuela era la más vieja de Villanueva… Al ir arrancándolas de la pared, la muchacha chupaba su contenido: botellas científicas, sobre literatura y lingüística, de viajes, biografías, libros de texto, porno, de gran formato, de referencia o consulta, monografías.

Gracias a las enseñanzas que adquiría se dejaba transportar a países lejanos y creaba en su imaginación un mundo de nunca jamás en el que no existía el dolor ni el sufrimiento. De todos modos, notaba que le faltaba algo. Llevaba toda la vida buscando historias y proporcionándoselas a los demás, pero nunca se había lanzado a indagar en su interior para escribir su propia novela.

Antes de irse, su padre le había dado un buen consejo.

Hija mía, nunca olvides que te amo. La vida está llena de momentos difíciles y de momentos bellos. No permitas que nadie te diga que no puedes hacer algo, ni siquiera yo.

Si tienes un sueño, tienes que protegerlo e intentar que se haga realidad. Pero para alcanzar esa meta pasarás por muchas dificultades. De entre todas las botellas de esta casa, una te demostrará que tienes luz dentro de ti, que brillas, que eres especial, que estás hecha para ser feliz y hacer feliz a los demás.

Con este consejo dando vueltas en su cabeza día y noche, Manuela recorría todos los pasadizos de la casa buscando la botella de la alegría. Iba siendo más y más sabia, pero igual de infeliz. En su fuero interno deseaba ser ignorante para estar en paz consigo misma. De poco servían los conocimientos si no podía compartirlos con nadie.

Manuela, sus padres y la felicidad

¿Cómo distinguiría cuál era la botella de la felicidad si todas eran iguales? A menudo se sentía triste y desamparada porque no contaba con el apoyo de sus padres. Lo que más echaba en falta era sentirse ella misma, saber que dijese lo que dijese siempre estaban allí, que nunca la rechazarían. Es lo maravilloso de los padres, que no tienen capacidad de ofensa.

Manuela recordaba que solía contar muchas tonterías a su madre, cosas que jamás diría a sus amigos porque se avergonzaría. Sin embargo, transmitírselas a su madre no le provocaba ningún temor porque, aunque le dijera que estaba loca o era tonta, lo hacía con amor y no se lo tomaba a mal.

¿Dónde estarían sus padres? Sabía por referencias que su madre había sido una importante bailaora de jota serrana. A mediados del siglo XVIII acudió con su grupo de baile para amenizar una velada en el negocio olivarero de su padre, que perdió la compostura por su belleza nada más contemplar el saludo serrano. Consumaron su amor en una de las Cuevas de Lituergo.

Jota serrana.
Jota serrana.

Que conste, queridos niños, que la referencia al siglo XVIII es meramente casual. En este relato no hay límites temporales, ni siquiera importan los personajes, lo único relevante es la búsqueda de ese aceite que nos haga transportarnos a un universo de magos, hadas y druidas, ten lejano y tan cercano a la vez…

Dicen que no existe la felicidad con mayúsculas, la felicidad constante. En cierto sentido, sería terrible vivir en un estado perpetuo de paz y alegría porque después no seríamos capaces de apreciar los momentos en los que realmente podemos decir a los cuatro vientos que estamos contentos.

A Manuela le había sucedido algo parecido con su padre, el gran maestro olivarero Eduardo, años antes de que se fuese. ¿Para siempre? Ojalá lo supiese….

Su padre disfrutaba recibiendo las aceitunas de la variedad picual en el patio de la almazara. Las depositaba en una tolva desde la que pasaban a la línea de limpieza, donde se eliminaba la suciedad.

Aceite picual.

Cuando Manuela pensaba en su padre no sabía asignarle una edad. Si había conquistado a su madre a mediados del siglo XVIII siendo ya un buen mozo, ¿cuántos años tendría? ¿Cuál sería, por lo tanto, la edad de la propia Manuela? Arrugas no tenía, la artritis aún no había hecho su aparición, los terrenos de labranza los tenía aún lustrosos…

Su padre había fundado una cooperativa de aceite virgen extra y, como era amigo del mago Merlín, creado una red mágica de pasadizos secretos sostenidos por botellas. También introdujo la maquinaria agrícola en la comarca.

El aceite de Eduardo era afrutado e ideal para disminuir el nivel de colesterol y prevenir las enfermedades cardiovasculares. Así se promocionaba en las marquesinas de Villanueva de la Reina. Curioso que en la vida de Manuela el aceite ocupase un lugar tan especial.

La inspiración de Manuela

Un profesor de Manuela siempre decía que la vida no tenía sentido si no la rellenábamos de anécdotas… Cualquier cosa puede convertirse en anécdota. No hace falta que sea algo grandioso o espectacular. Se trata del modo en que nuestro corazón contempla esa anécdota, ese pequeño detalle que a muchos ha pasado inadvertido…

Se sentía orgullosa de vivir en la Campiña Norte porque tenía la inspiración a golpe de vista. Con una tartera llena de berenjenas en vinagre, un par de ristras de chorizo, morcilla y tocino, salía de casa al punto de la mañana dispuesta a dejarse sorprender por la naturaleza.

Dos veces al año acudía al Santuario de la Virgen de la Cabeza, en especial si alguno de sus amigos le había encargado un cuento contra el mal de amores.

Santuario de la Virgen de la Cabeza. Las botellas de la alegría.
Santuario de la Virgen de la Cabeza.

Como los pastores, Manuela hablaba con los druidas del lugar, que se convertían en su musa. Las palabras emergían por si solas.

La vida no pasa y punto. ¡La vida es! Cada instante y cada segundo componen un torrente de sensaciones que no todos sabemos comprender. Las personas no debemos vivir disfrazadas de otras personas, debemos vivir impregnados de nosotros mismos. Tendríamos que emocionarnos con todo lo que se colara a través de nuestros sentidos.

El corona, el teatro y los recuerdos del autor

Con la llegada del corona, a Manuela no le quedó más remedio que no salir de casa. Estaba cansada de buscar la botella de la felicidad y cada vez tenía más manía al mago Merlín. No entendía cómo su padre había accedido a que el inglés realizara sortilegios en casa. ¡Ni que fuese un local de saltimbanquis o una tómbola de feria!

Tampoco le apetecía escribir sobre la Campiña Norte ni sobre sus amigos. Así fueron pasando las semanas.

Estoy un poco sorprendido del curso que está tomando este relato, niños. Manuela me preocupa. Bien es cierto que los aires de Sierra Morena provocan que los habitantes de esta zona no estemos del todo cuerdos, pero de ahí a que alguien piense que su padre nació en el siglo XVIII y que es amigo de Merlín hay un trecho.

Conocí a Manuela en el Instituto Juan de Barrionuevo de Villanueva de la Reina. Desde el primer momento me encandiló. Era capaz de hablar al mismo tiempo con la tendera de la tienda de ultramarinos y con una catedrática de La Sorbona.

Una de las clases del instituto Juan de Barrionuevo Moya, de Villanueva de la Reina.

Recuerdo cómo me miraba de arriba abajo con expresión ceñuda, una mujer arcillosa y calcárea, como las de esta tierra, sin pelos en la lengua. Pasaba de mí completamente, también hay que reconocerlo. Yo es que no valgo nada.

Ahora que lo pienso, voy a teletransportarme de este “aparte” del texto en cursiva al relato principal, pero démosle forma de dialogo teatral para que gane en dinamismo.

Villanueva de la Reina, exterior, día veraniego, suena el timbre de casa.

Dos personajes: Manuela y Ernesto.

– Buenas tardes, Manuela. ¿Qué tal estás?

– Ernesto, el colgado de clase. Me das una pereza enorme.

– He oído que estás buscando la botella de la felicidad.

– Sí, harta me tiene esa botellita. Estoy a base de barbitúricos.

– ¡No me toques que estás llena de aceite! Toma un poco de KH-7.

– El corona te ha sentado mal porque tu sentido del humor continua siendo igual de cutre que cuando intentabas seducirme en San Antón para el salto de las candelas.

– Manuela, listen to me, tu padre murió hace años de cirrosis. Era un muerto de hambre cuya empresa aceitera quebró porque era un vago. Tu madre se metió a monja para huir del lodazal en que se había convertido su vida. Tú estás loca, diagnosticada por el médico del pueblo, quien hace la vista gorda porque te acuestas con él de vez en cuando. Por cierto, tu casa no está sostenida por botellas de aceite, sino por carcoma.

– Me dejas mucho más tranquila.

Y se abrazaron…

Manuela, Ernesto, Merlín y Ana Blanco

Manuela encontró la felicidad que tanto buscaba gracias a un buen beso de sabor aterciopelado y dulce. El Satysfier también tuvo algo que ver. El médico del pueblo le dio el alta, si bien le aconsejó no abandonar el procaz.

Su madre volvió a casa tras dejar el convento. Instaló, eso sí, una capilla en el sótano para recordar tantos años de recogimiento. Con el paso del tiempo esa capilla se convertiría en sala de fiestas, pero de esto hablaremos cuando los niños que están leyendo este relato sean un poco más mayores.

Ernesto se convirtió en su principal apoyo. Era feo con avaricia, pero le hacía reír y veía la vida con optimismo. Además, en la cama, todo se resolvía con una buena almohada o una bolsa de plástico.

Manuela siguió hablando a escondidas con Merlín y escribiendo textos con el aceite como protagonista, obras que me mandaba a mí una vez a la semana para que le diese el visto bueno.

Una adolescente de edad indefinida, un poco a lo Ana Blanco, te quedas igual si te dice 20 ó 70 años, botellas de aceite que forman las vigas de una casa, un padre desaparecido en extrañas circunstancias, una madre que se mete a monja, Merlín, el hechicero más famoso de la historia, un novio fotogénicamente irregular pero agradable y un narrador maravilloso con una labia sin igual. Veo secuela…

FIN