‘Los santos inocentes’: penurias en un cortijo perdido en la espesura
Por ahí viene el Azarías, corriendo desbocadamente, con esa sonrisa bobalicona pintada en la cara. No se ducha desde no se sabe cuándo y parece que su mente está siempre en las nubes. Viene, como de habitual, “rutando y como masticando la nada”, obsesionado con sus pájaros y trabajando en lo que puede, o le dejan.
Los santos inocentes de Miguel Delibes, publicada en 1981 y llevada al cine en el 84 por Mario Camus, es una pieza clave dentro de la literatura española. Tiene un enorme valor histórico que enseña a los más jóvenes cómo era la vida en una casa perdida en la espesura de los llanos a principios de los años 60.
Los santos inocentes: De humillación y penurias
El argumento de Los santos inocentes se desarrolla en un cortijo, en un sitio de campo donde existen dos estamentos: los señoritos y sus criados.
El lector va a ir de la mano de la familia de la Régula y Paco, el Bajo. Este matrimonio tiene cuatro hijos, Nieves, Quirce, Rogelio y la Charito, a la que llaman la Niña Chica, porque es como una muñeca sin vida, que no puede moverse ni comprender nada y que de vez en cuando lanza al aire un berrido escalofriante, como quejándose de todo el dolor y humillación de su familia por ellos, que aunque pueden hablar se resignan.
El hermano de la Régula, el Azarías, vive en un cortijo de al lado y, aunque con más independencia que la Niña Chica, él tampoco acaba de comprender bien del todo las cosas, pero es diligente, trabaja y es un amante de la naturaleza y de los animales.
También están los señoritos, encarnados especialmente por el señorito Iván, que tiene una estrecha relación con Paco, el Bajo. Paco le ha visto crecer en el cortijo, juntos han aprendido el oficio de la caza. El olfato de sabueso de Paco hace que el señorito Iván se haga con el mejor y más cuantioso lote de aves en todas las batidas a las que va.
La familia vive en una pequeña casa junto al cortijo. Allí permanecen solícitos y raudos para cualquier momento en que se les demande. La Régula y Paco, perros viejos en esto del vivir, tienen la ilusión de que sus hijos puedan estudiar y tener una vida mejor. Ellos no lo hicieron, apenas saben escribir, ya que están aprendiendo cuando comienza la novela. Se pone así de manifiesto el desamparo de estas personas de campo que trabajaban por la comida y a cuyos “dueños” no les interesaba que supieran escribir o leer.
Nada más trasladarse a la casa junto al cortijo, más cerca de la civilización que anteriormente, el matrimonio plantea a los señoritos la posibilidad de que los niños puedan estudiar en el pueblo cercano. Esta quimera se desvanece en menos de un segundo cuando se les requiere a Nieves para que sirva en la casa y a los chicos, Quirce y Rogelio, para que trabajen en el campo; mano de obra joven, fuerte y gratuita.
Los inocentes
Todos los días el Azarías se orina las manos para que no se le agrieten. También sube al monte a correr el cárabo, que dice él, para que no se meta en el cortijo y líe la zapatiesta. Pero el Azarías siente pasión por los pájaros a los que, indiscriminadamente, llama milana bonita y que cuida con el mayor mimo y cejo de que es capaz.
El Azarías y la Niña Chica, son los inocentes de esta historia. Su falta de comprensión, como apunta la Régula, les hace actuar sin maldad y padecer sin quejas.
Pero hay más inocentes en este relato. ¿O acaso no lo son los hijos del matrimonio? Nieves, Quirce y Rogelio son damnificados de unas circunstancias en las que se han visto envueltos por el simple hecho de nacer donde han nacido. Por pura y dura mala suerte, pero también por conveniencia de los que mandan. Los adolescentes empiezan a comprender la situación familiar y quieren desembarazarse de ella. Pero en su encuadre vital no hay oportunidades, es casi imposible escapar y el futuro no existe.
Por supuesto, la Régula y Paco también son inocentes. Quizá podría decirse que ellos son las auténticas víctimas, ya que a diferencia del Azarías y la Niña Chica, tienen consciencia de lo que sucede a su alrededor y se encuentran impotentes al no poder hacer nada para cambiarlo. Sus hijos serían los daños colaterales. A los que la vida impuesta les salpica la mierda en la que sus padres están metidos hasta las cejas.
Hay más inocentes. Todos los trabajadores del cortijo lo son. Inocentes analfabetos, con una inteligencia natural. No por ser la inteligencia inherente al género humano, sino de la naturaleza. Tienen ese saber que en estos años 20 del siglo XXI ya se va perdiendo, sobre el campo, los animales, las plantas. Están en consonancia con lo natural.
Estos inocentes, cuando llega la marquesa, le lanzan vítores y hurras, porque ella es generosa y les da unas monedas para que se tomen algo a su salud, y les pregunta cómo están. Con este acercamiento banal a sus siervos parece ella quedarse más tranquila de conciencia y creerse en serio que es buena persona.
Los señoritos
Se presentan en Los santos inocentes como personas hipócritas. La marquesa, que se afana en quedar bien con los trabajadores. Realmente no se preocupa por ellos y si tiene que ponerles mala cara por cualquier detalle se la pone.
Pero este estamento señorial está representado, con mucho acierto, por el señorito Iván. Él, que aparentemente tiene una relación de cariño y casi amistad con Paco, el Bajo, no tiene problema en arrastrarle a las batidas aun teniendo este último una pierna rota.
Hay una escena concreta que representa magistralmente la hipocresía y soberbia de Iván. En la casa están cenando con un francés que cree que España está aún en los tiempos de la guerra. Para demostrarle que no es así, Iván hace llamar a la Régula, a Paco y a otro trabajador más. Les insta a que escriban sus nombres para demostrar al francés que hasta ellos están alfabetizados. Los tres acuden a la llamada y con mucha fatiga, con sudores fríos y temblores de la mano, escriben malamente sus nombres.
Mientras se desarrolla esta estampa, Pedro, el Périto, dice al francés: “Lo creas o no, René, desde hace años en este país se está haciendo todo lo humanamente posible para redimir a esta gente”.
Pero la realidad es bien distinta. A los que mandan no les interesa que “esta gente” comprenda de verdad porque, de ser así, se les acabaría el chollo. Tras escribir sus nombres los tres se marchan humillados, vilipendiados como si fueran propiedades, mascotas que mostrar a las visitas. La escena representa a la perfección lo que Delibes quiere contar, la cárcel en campo abierto en la que viven estas personas.
De Steinbeck a Delibes
Es complicado que Los santos inocentes no recuerde a De ratones y hombres. Las dos obras hablan de lo mismo: de la asfixia que pueden provocar las circunstancias, de lo complicado de escapar de ellas, de un futuro oscuro, sin salida.
Lo que en la narración de Steinbeck es un rancho, en la de Delibes es un cortijo. Ambas son muy orales, se construyen mediante los diálogos, ambas tienen personajes, tiernos, entrañables e inocentes. En la pieza patria está el Azarías, mientras que en la estadounidense está Lennie. En una hay un señor de rancho, mimado y malcriado que busca bronca, en otra un señorito español de ciudad, igual de mimado e igual de malcriado que el primero.
El final quizá sea lo que más difiere. Mientras que en De ratones y hombres Steinbeck muestra que verdaderamente no hay alternativa, no hay lugar al que huir, Delibes cierra su relato con un gesto de justicia poética. Lo que un millennial de hoy llamaría karma. Pero no hay continuidad en esto, no sabemos qué pasa después de la última sorpresa. Se podría decir que el final es algo abrupto, nada que desentone con el resto de la narración que, como la vida en el campo, es áspera y rasposa.
No deja de ser curioso que dos obras separadas por el tiempo, los kilómetros y la lengua confluyan de esta forma y muestren, aquí y allá, realidades paralelas.
Los santos inocentes: Una novela oral
El estilo escogido por Miguel Delibes es muy acertado para esta historia. Los santos inocentes se divide en cinco capítulos en los que no hay ni un punto, son todo comas, y hay diálogos, sí, pero estos no están indicados como normalmente, simplemente se muestran en un nuevo párrafo. Recuerda a Carmen Martín Gaite y su particular lenguaje y estructura en libros como Retahílas. No hace falta indicar que está hablando un personaje porque el lector lo sabe perfectamente.
Esta información, que puede carecer de importancia, la tiene. Es así porque esta manera de narrar hace que la lectura sea más rápida, más fluida y, sobre todo, más oral. Los santos inocentes rezuma oralidad y está cargado de términos relacionados con el campo, con la caza y con los animales.
La forma, el lenguaje de Los santos inocentes rema a favor de obra, es la guinda de un pastel delicioso que hay que paladear lentamente. La estructura cronológica también es curiosa. Realmente solo los dos últimos capítulos tienen una cronología palpable. En los otros tres Delibes nos cuenta cómo era la vida en el campo, una vida que se vivía especialmente en el sur de nuestro país, en Andalucía y Extremadura. Dos regiones que, a día de hoy, y quizá por ese silencio y ostracismo en el que vivieron, siguen adoleciendo de un retraso económico importante y de tasas de desempleo mayores de lo que sus habitantes pueden soportar.
Hay que leerla para entender por qué se la considera una obra maestra, por qué fue llevada al cine con gran acierto (básicamente porque se trasladó lo escrito a la pantalla con puntos y comas) y de donde vienen algunas cosas de hoy que a veces, en medio de la vorágine de modernidad, son complicadas de entender.