‘Como aceite en sus huesos’, de Kaaron Warren: espectros, culpa y habitaciones cerradas
Hay libros que te invitan a entrar. Otros te obligan. Como aceite en sus huesos, de Kaaron Warren, es de los que te cierran la puerta detrás. En poco más de cien páginas, la autora australiana construye un espacio asfixiante, íntimo y sobrenatural que huele a sudor seco, aceite de cocina y algo más: la persistencia del dolor no resuelto.
Dora, la protagonista, se muda a una pensión peculiar: un lugar para gente que quiere hablar con los muertos. No hay crucifijos ni médiums. Aquí las sesiones espiritistas son de otra clase. Cada residente llega roto, deshecho, y busca algo que no sabe si encontrará: redención, silencio o compañía del más allá. Dora quiere dormir. Eso es todo. Quiere dejar de pensar. De sentir. Y de escuchar a los muertos que ya la habitan.
La premisa, que en manos de otro/a autor/a podría haber derivado en una historia de casas encantadas al uso, en Warren se convierte en una disección psicológica de la culpa y el daño. La pensión de Roy, el siniestro casero que impone normas absurdas y rutinas opacas, es un lugar físico, pero también simbólico. Un microcosmos de lo que el mundo le hace a quienes sufren y no encajan. Un espacio donde el silencio se paga caro y los fantasmas no siempre vienen del otro lado.

Como aceite en sus huesos: Cuerpos huecos, dolor espeso
Dora no busca consuelo ni respuestas. No se plantea si está bien o mal, si es víctima o cómplice. Solo quiere existir sin ruido. Pero Warren no le permite esa tregua. Lo que encuentra en la pensión es una galería de personajes igual de erosionados que ella: mujeres que han perdido hijos, hombres que arrastran crímenes, figuras que apenas comen, duermen o hablan. Y por encima de todos, los murmullos: presencias que raspan las paredes, que se meten en los huesos como grasa rancia.
La novela no explica. Sugiere. Incomoda. El lector avanza por sus páginas como Dora por los pasillos: en penumbra, sin saber si el siguiente crujido es un recuerdo o una amenaza real. Y es justo ahí donde Kaaron Warren brilla: en ese terreno donde el horror no es una criatura con colmillos, sino una acumulación de gestos, omisiones, desaires y duelos mal enterrados.
El cuerpo, y su desgaste, es otro protagonista. No hay erotismo ni pudor. Hay cuerpos que duelen, que se derrumban, que no quieren seguir. El título no miente: el dolor aquí no se narra, se infiltra, se adhiere como aceite caliente en la médula. La prosa de Warren es directa, sensorial y cortante. Cada frase parece elegida para dejar una marca, como una cicatriz o un golpe que no se ve pero se siente días después.
El terror como memoria, un susurro que araña
Como aceite en sus huesos pertenece al tipo de terror que no busca el susto sino la reflexión incómoda. ¿Qué haces con el dolor cuando nadie lo quiere? ¿A dónde vas cuando vivir duele más que recordar? Warren no responde: deja que esas preguntas se filtren en el lector mientras avanza por una historia que parece pequeña, pero reverbera como un eco en una habitación vacía.
Lo más inquietante es que no hay catarsis. Dora no se redime. No salva a nadie. No hay justicia ni paz. Lo que hay es una constatación brutal: a veces, el silencio no cura. Solo pudre. Y en ese silencio, los espectros (reales o no) encuentran su forma de entrar.
Desde nuestra mirada, lo que hace Warren es mostrar, sin solemnidad, sin ornamento, cómo una mujer puede deshacerse sin que nadie lo note. Cómo una historia de duelo se convierte en una de borrado. Cómo lo paranormal no es más que el residuo emocional de un sistema que no escucha, no cuida, no repara. Y todo eso sin que el texto se convierta en discurso. Aquí hay literatura. De la que araña.

Como aceite en sus huesos: un lugar dónde sanar
¿Qué ocurrió en el particular “Titanic” de la novela? ¿Es de fiar el nuevo desahogo sexual de Dora? ¿Qué esconden las puertas cerradas? Algunas de esas respuestas se responden en la novela, otras deberás responderlas tú. Porque tú eres parte de la historia, Karen consigue tú también seas Dora.
Dora es una mujer que ha sufrido una situación horrible y necesita un lugar donde sanar. Donde dormir. Donde no se sienta juzgada. Porque, ¿quién no ha deseado nunca desparecer por un tiempo, aunque sea en una pensión como la de Roy, un lugar sórdido, a la par que interesante, misterioso, cargado de personajes que te devuelven tu reflejo y que huelen como tú? Quién no necesita un lugar donde sanar…
Si esta novela te atrapó como una pesadilla lenta y pegajosa, no te pierdas Donde yo termino, de Sophie White (también de la Biblioteca de Carfax). Otro cuerpo de mujer, otro espacio cerrado, otra forma de horror. Ambas forman un díptico perfecto sobre lo que pasa cuando el cuerpo deja de ser refugio y se convierte en jaula.