Diane Keaton: Queen Diane
¿Qué hace una dama como tú en una película como esta? Cualquier persona que haya podido apreciar El padrino (1972), la brillante adaptación de Francis Ford Coppola de la novela de Mario Puzo, es consciente de que hay una presencia en el casting muy llamativa. Diane Keaton encarnaba una figura juvenil y refrescante, una intérprete que, a buen seguro, iba a hacer carrera en la industria. No obstante, ¿en aquella saga de mafiosos qué podría brindar ella?
El cineasta italoamericano conoció las propias dudas de la futura estrella, puesto que Kay Adams podía parecer, a simple vista, una incorporación deslucida, perdida entre los Corleone y fagocitada por la transformación diabólica de su prometido Michael (Al Pacino) en un auténtico Don de un linaje capaz de tornar en oro las peores actividades posibles.
Pese a ello, Coppola confiaba en el rol de aquella esposa engañada, además de recordar la agradable voz cantando de Diane Keaton en Hair (1968), justo cuando la descubrió. Sí, aquella intérprete angelina parecía un pez fuera del agua entre aquellos tiburones italoamericanos. De cualquier modo, iba a sobrevivir a esos mares sangrientos, puesto que poseía esa capa que no se ve a simple vista, un encanto particular.
El resto es historia conocida. Su química con Pacino traspasó la pantalla y Diane Keaton se ubicó por mérito propio en un lugar muy especial de la mitología del cine negro americano. Sea como fuere, apenas la punta del iceberg de una carrera irrepetible.

Diane Keaton: el outfit de Annie Hall
Tratar con un talento genial no es tarea tan fácil como parece. Hay quienes ante lo impredecible o poco convencional ven zozobrar su título de entrenador. El laisser faire no tiene por qué enmascarar incompetencia. A veces, es la mejor de las inteligencias. Al igual que otros miembros del rodaje, tal vez Woody Allen no entendería del todo aquel look que eran tan particular. Sin embargo, se encargó de recordar a todos los presentes que Diane Keaton podía vestir a su personaje como quisiera… porque lo que estaba grabando la cámara era genial.
Las corbatas, chaquetas y pantalones de una dama moderna en New York, una especie de testamento genial para la década de los setenta del pasado siglo. Al igual que Alvy Singer, el actor cómico coprotagonista de Annie Hall (1977), era imposible para el público en la sala no caer rendido ante el excéntrico y arrebatador encanto de Annie, un prototipo que muchas veces sería emulado en la comedia romántica: de cualquier modo, no se aceptaban imitaciones del original y el propio director de Manhattan (1979) tendría problemas para hallar más unicornios en el bosque que reunieran tantas características inéditas.
Sin quitar ningún mérito a un libreto que rezumaba humor inteligente, no caben dudas de que Diane Keaton puso muchísimo de sí misma para componer a un personaje que es fundamental para todo un género. Los sombreros de fedora habían venido para quedarse y también una artista colosal que ya había solventado papeletas humorísticas tan complejas como seducir a Napoleón Bonaparte en La última noche de Boris Grushenko (1975). Al igual que en El dormilón (1973), donde era una compañera de aventuras de rápido ingenio; Keaton lució en aquellas cintas alocadas, pero fue en Annie Hall donde se materializó todo lo que ya intuimos en Sueños de un seductor (1972).
Aunque Cronos sea absolutamente inmisericorde, hay carismas y bellezas que se antojan invisibles para su cruel efecto. Al revisitar La trampa (1999), sigue pareciendo convincente que Gin Baker, personaje interpretado por una Catherine Zeta-Jones en la cúspide de su juventud, terminará quedando prendada por el curtido ladrón al que daba vida un ya maduro Sean Connery. Hasta tal punto conservaba elegancia y sobriedad aquella barba blanca y ademanes seguros de James Bond.
Si bien es en un género diferente, algo idéntico acontece en Cuando menos te lo esperas (2003). El hábil guion de Nancy Myers trazó un inteligente triángulo amoroso entre Jack Nicholson, Diane Keaton y Keanu Reeves. Si bien los dos primeros astros estaban ya en su bien pasada madurez, el futuro John Wick se hallaba en una apuesta distancia de años con respecto a los otros dos talentos en liza. Y, con todo, era absolutamente verosímil que su galán doctor terminará queriendo entablar una relación sentimental estable con Erica Barry, la célebre escritora a la que daba brillo Diane Keaton. Hay instantes donde el encanto, la gracia y los intangibles hacen a alguien envejecer como el mejor de los vinos.
¿Y qué sería de una vida sentimental azarosa y divertida sin reencuentros con los ex? Retrocedemos en el tiempo un poco más para Misterioso asesinato en Manhattan (1993). Volver a rodar con Woody Allen en una comedia detectivesca de suma inteligencia, casi un anticipo de Solo asesinatos en el edificio (2021-2025). Podían existir algunas dudas sobre si la dupla seguiría conociendo los pasos de baile de la otra parte. Basta ver los pocos minutos de metraje inicial en el Madison Square Garden para comprender que se intuyen de memoria, con una rapidez envidiable para la réplica ingeniosa y el lenguaje no verbal.

Colgadas: Veras y burlas
Como tantas otras directoras, Nancy Myers terminó prendaba de Diane Keaton tras haber trabajado con ella. Curiosamente, lo que más destacó de la estrella parecía tener poco que ver con la celebridad tradicional de Hollywood: era una de las maestras en burlarse de sí misma. Esa intuición se mostró acertada con la publicación de Ahora y siempre (2011), un libro autobiográfico tan desenfadado y sincero como la despreocupada pose de su autora en una fabulosa cubierta.
“Los recuerdos son solo momentos que se niegan a ser ordinarios”. Podría ser una frase de Woody Allen o de la propia Diane Keaton. De cualquier modo, la cita proviene de Dorothy, la madre de la actriz. En unos párrafos honestos y sin sensacionalismo, la intérprete supo plasmar el mar de dudas y afecto que suelen conllevar las relaciones materno-filiales. El espectro del Alzheimer, una de esas enfermedades que parecen salidas de la caja de Pandora, marcó mucho a ambas en un vínculo donde la búsqueda de la libertad fue el denominador común.
Probablemente, nadie intuyó en Colgadas (2000) que sabía exactamente lo que estaba pasando por la cabeza de la hermana mayor de un clan cuyo padre (interpretado por el incombustible Walter Matthau) estaba pasando por un proceso muy similar de deterioro. Aquella obra dirigida por ella misma se basaba en la novela de Delia Ephron y permitió a la gran dama de la actuación codearse con dos discípulas aventajadas: Lisa Kudrow y Meg Ryan.
“El mito de la solterona es basura”. Hoy en día puede parecer una afirmación evidente, pero la lucha de nuestra protagonista por esa autonomía no dejaba de ser tan rupturista como atractiva. Si bien estuvo vinculadas a colegas tan afamados como Al Pacino, resulta un triunfo que Diane Keaton jamás cometiera el error de vincular su carrera y objetivos a terminar siendo “la esposa de…”.

Diane Keaton: La famiglia
Naturalmente, la negativa de Keaton a contraer nupcias no conllevaba aparejado ninguna aprensión o crítica al concepto de matrimonio. Siempre fue, simple y llanamente, una elección tan personal como libre. Si no, hubiera sido imposible su elegante y creíble presencia en un remake tan exitoso como El padre de la novia (1991), donde supo bailar con encanto de la mano de otro humorista como Steve Martin. De hecho, Miss Diane no vaciló en ampliar y formar su propia familia mediante la adopción, manteniendo una saludable distancia y privacidad para su prole de los focos mediáticos.
Explorarla como figura materna en el celuloide jamás dejó indiferente a nadie. Baby, tú vales mucho (1987) se convirtió en una divertida (y algo ingenua) sátira de los problemas de compaginar un alto puesto ejecutivo con las exigencias de una inesperada herencia en forma de bebé. De igual manera, una de las cámaras más sofisticadas de la actualidad, Paolo Sorrentino, la eligió a ella para su Dream Team en The Young Pope (2016).
Dentro de una serie plagada de momentos deliciosos y sensibles, pocas historias de amor resultan más entrañables que el sincero enamoramiento que el maquiavélico cardenal Voiello (Silvio Orlando) termina profesando a la monja que jugaba al baloncesto. Con elocuencia, Orlando resumió la intimidación que sufrió en el set de rodaje: “Diane Keaton era mi mito juvenil”.
Mediante su cuenta de Instagram, Gianni Fiorito, una de las manos que mecía la cuna fotográfica de esa serie renacentista, compartió una instantánea de Keaton con Jude Law durante un paseo por los jardines vaticanos. Su hermana Mary resultó algo sumamente especial, otra forma de maternidad. Incluso un actor de tan contrastada solvencia como Javier Cámara admitió lo intimidante que era estar frente a estrellas de ese calibre en el producto de la HBO.

Prêt-à-porter
En un negocio encorsetado, ella abrió las puertas. Sus medidas resultaron tan enloquecedoras a simple vista como auténticas en largo plazo: indagar en el vestuario de una de las décadas más viscerales, la de los treinta del pasado siglo, y tomar todo aquello que le viniera en gana, incluyendo los atuendos que parecían reservados a los varones. Diane Keaton jamás lució como un producto prefabricado o un modelo influencer fríamente medido, más bien se trató del aleteo descongestionado de una mariposa cuya gracilidad parecía hipnótica.
Una suavidad que no estaba exenta de arrojo. Abrigos largos, corbatas, blusas y pantalones holgados estuvieron a su servicio, jamás al revés. Probablemente, allí trazó una barrera entre ella y el resto. Especialmente coronada en grandes sombreros, su apariencia fue una forma de más de explicarse a sí misma, pero nunca a la inversa. Esa falta de dependencia convirtió a Annie Hall en única e irrepetible, siendo el gran regalo que dejó al personaje creado por Marshall Brickman y Woody Allen.
Hay muchas maneras de definir aquel fenómeno, pero ninguna mirada crítica ha sido tan aguda como la de Beatriz Menéndez Alonso, quien tituló un apasionante artículo homenaje sobre la actriz con tino certero: La elegancia del desconcierto. Mientras otras estrellas miden sus pasos temiendo dar mala imagen en la pasarela, una de las grandes musas del cine de mafiosos encontraba una sonrisa a sus propios resbalones, una falta de buscar el control que la elevaba entre bambalinas sin alzar la voz.
Allen, uno de los cineastas que más y mejor pudo trabajar con ella, aporta en la panorámica otro factor: la risa. Pocas carcajadas han sentado mejor al género que las de una intérprete que parecía querer compartir la travesura con el auditorio, sin pánico alguno a que, en algunas de esas veces, la broma fuera a sus expensas.

Brother and sister: John Randolph Hall
Un chico talentoso y con inquietudes artísticas. En circunstancias ordinarias, habría podido acabar siendo un poeta. Sin embargo, John Randolph Hall, hermano menor de Diane Keaton, estaba destinado a un hado bastante más cruel, cincelado por unas dolencias mentales (desorden de personalidad, bipolaridad, etc.) que en la época de su primera juventud todavía eran vistas con recelo y aire de tabú a cargo de la sociedad.
Hay quien dice que Duane, el singular pariente político que asustaba a Woody Allen en Annie Hall, estaba indirectamente inspirado en Randy. Acostumbrado a que supiera moverse con elegante discreción por su círculo íntimo, su fandom parpadeó al ver que Diane se decidía a publicar un libro donde exploraba y compartía lo delicado de la situación de alguien querido: “Estaba muy escondido. Deseaba explorar el misterio alrededor de él”.
Únicamente los reclutamientos masivos que surgieron por la triste guerra del Vietnam convencieron a Jack y Dorothy Hall, los padres de ambos, en aras de pedir ayuda psiquiátrica para determinar qué le ocurría a ese desventurado joven. Con una honestidad brutal que no se abunda en esta clase obras, la propia Keaton reflexionó si su éxito, involuntariamente, añadió oscuridad a una presencia sensible y con potencial, pero recluida en la propia jaula de su cabeza y, quizás, inconscientemente afectado por el brillo de su brillante hermana mayor.
Después de un matrimonio fallido, Diane recordaría preocupare por los hábitos de John al estar muy recluido, triste y con adicción hacia el cine de terror. A diferencia de La rosa púrpura del Cairo (1985), Keaton afirmó que nunca pensó que su hermano fuera a mezclar las dos realidades, si bien compartió con ella algunas fantasías oscuras inquietantes. Irónicamente, la obra no es desesperanzadora. Con una escritura ágil, detallaría largos paseos y conos de vainilla con un ser querido al que no podía llegar del todo.

Diane Keaton: la mujer a la que amaban las mujeres
Un título fantástico a cargo de Anabel Vázquez para Vanity Fair a la hora de explicar que sentía la audiencia femenina ante una de las grandes últimas divas del celuloide. Con mucho tino, la autora hace una vida paralela de Diane Keaton con otra leyenda atípica como Katherine Hepburn: nunca antes hubo otras actrices que llevasen con mejor gracia unos pantalones.
La amante de las tiendas vintage de Manhattan era una referencia tan atractiva como saludable, un matiz de independencia y encanto al que se podía aspirar con mucha más salud que las rigurosas tallas de la moda o el filtro de Instagram. En las pasarelas contagiaba un estilo auténtico y sincero, una belleza natural que venía acompañada de dones interiores como el ingenio o el sentido del humor.
Casi queriendo cumplir la máxima de show must go on, la noticia de su fallecimiento le llegó cuando todavía tenía estrenos recientes y proyectos encima de la mesa. Tal fue el caso de Maybe I do, una tragicomedia donde compartía cartel con otras luminarias como Susan Sarandon, Richard Gere o William H. Macy, otra chance de gozarla en uno de los campos de la ficción donde mejor se movía.
Un encanto en el caos que fue intuido por dos maestros como Mark Frost y David Lynch, quienes no vacilaron en invitarla para dirigir el episodio Slaves and Masters de la segunda temporada de Twin Peaks. Era un reto mayúsculo porque hacía tiempo que el icónico programa estaba derivando sin rumbo: lejos de amedrentarse, se colocó detrás de la cámara y aportó esa genialidad excéntrica que casaba a las mil maravillas con la tierra de Laura Palmer. Con mucha sensatez, la intérprete comprendió que era imposible emular a Lynch como mala copia, así que puso toda su sensibilidad para una entrega tan diferente como especial.

Diane Keaton: el discreto encanto de la épica
Admitamos que no parece la premisa de una odisea: una agradable pareja debe decidir si se mudan de su ático en Brooklyn tras toda una vida allí porque no tiene ascensor. Sin embargo, el nada ambicioso y simpático proyecto de Ático sin ascensor (2014) estaba bendecido con una pareja de cartas ganadoras: juntar a Diane Keaton y Morgan Freeman haría creíble cualquier cosa en una tierna historia de amor otoñal en que dos intérpretes privilegiados saben transmitir mil vivencias con una sola mirada cómplice.
Una sensación de saber hacer mucho con poco que sería un excelente testimonio de la recientemente desaparecida actriz. Esa condición de comodín para todo fue una de las bazas de un taquillazo estadounidense inesperado: El club de las primeras esposas (1996) tampoco quería inventar la pólvora. Basada en la novela original de Olivia Goldsmith, tres esposas abandonadas por sus esposos en aras de parejas más jóvenes, buscaban reencontrarse a sí mismas y tomar justa revancha.
Con un triunvirato de altura (Bette Midler, Goldie Hawn y la propia Keaton), el experimento fue un éxito y confirmó que la audiencia podía reaccionar con muchísimo interés, en contra de lo bien denunciado en La sustancia (2024), a las vicisitudes de unas mujeres en plena madurez que seguían teniendo mucho que contar.
Dicen que alguien especial siempre sabe irse de las fiestas cuando todo el mundo sigue disfrutando de su presencia. Indudablemente, nos quedaba muchísimo más que queríamos ver de Diane Keaton tanto delante como detrás de la cámara. Ahora queda un legado legendario, aunque echaremos muchísimo de menos saber que esa carcajada tan honesta se ha ido.
