Relato: Libres de peaje
Una amiga acaba de decirme que podría presentar un relato a un concurso de literatura. No sé si lo voy a hacer porque hay dos obstáculos insalvables. Por un lado, si ganase el primer premio no podría disfrutar del dinero. Desconozco la cantidad, pero me niego a que vaya a parar a las arcas del Estado o que se lo quede el alcaide. Bastante corrupto está como para que encima le regale lo que me pertenece. Aunque es posible que no exista compensación económica y se limiten a darte una escultura de latón que ni siquiera puede venderse en el mercado negro, un diploma realizado con un programa barato de diseño gráfico o la promesa de publicar el texto en una hoja parroquial.
Por otro lado, mi amiga me ha dicho que el tema tiene que desarrollarse en un medio de transporte. No entiendo por qué las editoriales ponen esas condiciones, lo más seguro es que un concesionario les invite a canapés o les haga descuento en la revisión anual.
Cuando era pequeña creo que cogí el metro una vez con mi padre cuando fuimos a Madrid. Fue todo un acontecimiento que se convirtió en la comidilla del pueblo durante semanas enteras. Aviones y barcos solo veía por televisión. Para mí eran tan irreales e inaccesibles como la nave nodriza de Diana en V o el crucero de Vacaciones en el mar.
Cuando crecí, nunca tuve dinero para comprarme un coche. Ni siquiera tenía para el billete de autobús. Debería hablar con la organización del certamen porque yo viajo todos los días, pero mi medio de locomoción no se menciona en las bases, de manera que puede que me descalifiquen.
Ojalá inventaran en breve la máquina del tiempo para teletransportarnos a galaxias desconocidas o al pueblo de al lado. Ahora que lo pienso, significaría la hecatombe del mundo tal y como lo conocemos hoy en día. Introduciendo las coordenadas podríamos desplazarnos de Madrid a Santiago de Chile en media milésima de segundo. Fin de los aviones, de los coches, de las autopistas, del metro, de las carreteras y autopistas, de la necesidad de petróleo. Estoy divagando, típico de mí. ¿No podría considerarse divagar un modo de viaje interno?
Yo viajo con mi imaginación y con la escritura. Lo hago constantemente. Cuando era niña solía hablar en voz alta con mis otros yoes. Cada uno vivía en una parcela delimitada de mi cerebro, una especie de panal con varias celdillas de cera. El desmesurado amor por la ficción me llevaba a manipular la realidad para convertirla en algo atractivo. La verdad me interesaba poco. De hecho, negaba lo cierto y afirmaba lo falso, incluso en las cosas más cotidianas.
En la actualidad sigo haciendo lo mismo. A menudo me invento etapas de mi propia vida solo por el placer de contármelas a mí misma. Sigo hablando con mis yoes, pero lo hago en voz baja o entre susurros para que no piensen que estoy loca. Asimismo, he reemplazado esos viajes a las profundidades de mi mente por travesías por las vidas de mis compañeras. Cada folio es un viaje, cada palabra una estación de servicio donde reposto y cada interrogante un desvío.
Tengo que terminar una carta de amor para Amparo y perfilar un texto sobre la reconciliación entre Victoria y su madre. Lo primero no me preocupa porque conozco muy bien a Amparo y sus gustos. Lleva meses hablándome de Antonio, el chico que le tira los trastos y al que ve cuando se asoma por el ventanuco de su celda. Creo que vive en el barracón impar de la cárcel de hombres. Desde mi punto de vista no vale un duro, ni siquiera me tomaría un café con él, pero Amparo está un poco desesperada y se ha obsesionado.
Victoria entró en la trena hace diez años, más o menos a la vez que yo. Nos hicimos amigas nada más vernos. Es de esas personas cuya vida se ha hecho a jirones, cuyo corazón está compuesto por pedazos deshilachados, como el mío, pero que han gestionado el sufrimiento de un modo positivo, aprendiendo, madurando, riéndose a la cara del dolor. Victoria me gusta por eso. Todas las mañanas acude a mi celda presumiendo de cuerpo, lleno de cicatrices por su pasado de politoxicómana y con unas lorzas que podrían acabar con el hambre en el mundo. Es fea con avaricia pero, aún así, se coloca delante del espejo y pronuncia su clásico ¡qué guapa soy, qué tipo tengo! Victoria, gran mujer.
Goza un humor muy negro, como la muerte de un niño, pero respetuoso. No sabe ni leer ni escribir, como Amparo. Ambas se criaron en la Cañada Real y no tuvieron acceso a ningún tipo de educación. Yo he intentado enseñarles el alfabeto y que entiendan cuatro palabras del prospecto del gel de ducha, pero no hay manera.
Hace mucho tiempo que Victoria no se habla con su madre y ahora quiere reconciliarse. Se ha enterado de que está muy mal de salud y teme que se muera sin que hayan hecho las paces. Al parecer, es una mujer muy controladora que siempre ha intentado gestionar su vida y que ha proyectado en ella su frustración.
Cuando eres joven los días están repletos de sentido, cada paso que das abre una nueva posibilidad. Con el transcurrir de los años te das cuenta de que los pasos aislados ya no cuentan, sino el camino recorrido. La vida adquiere un matiz abstracto porque se piensa en ella precisamente en términos abstractos: la familia, la carrera, los amigos, el futuro. Temas que antes no te preocupaban empiezan a adquirir un significado enorme. Te despiertas por la noche pensando en que dentro de no mucho tiempo quienes están a tu lado desaparecerán y tendrás que gestionar tu vida sin ellos.
Leí esto en algún sitio, ya no me acuerdo, tengo una edad y no rijo bien la mayor parte del tiempo. A decir verdad, podría resumir lo que siente Victoria por su madre. La idea de que un día faltará martillea sus pensamientos desde hace unos años. Se siente muy mal cuando habla con ella. Le provoca un sentimiento de amor y de odio que le reconcome por dentro. Cada vez que cuelga el teléfono se siente mala hija por chillarla y tratarla mal. Su madre tiene la capacidad de sacar lo peor de ella, algo muy peligroso teniendo en cuenta las amistades de las que se rodeó Victoria antes de entrar en la cárcel. No soporta su tono de voz, le saca de quicio esa manera tan abrupta que tiene de decir las cosas, como si estuviese en la lonja de pescado o en el campo de batalla. Le echa en cara su falta de dulzura, su rigidez a la hora de expresar sentimientos.
Cuando se ven los domingos a Victoria no le apetece darle un beso ni apoyar la cabeza sobre su hombro como hacía en la niñez. De hecho, no recuerda la última vez que le dio un beso en condiciones. A su madre no le gustaba nada de lo que hacía, ponía pegas a todo lo que emprendía, todo lo veía negativo, a todo le auguraba algo malo. Nunca tuvo empatía con Victoria, parecía siempre enfadada, aceptaba las cosas como una obligación irremediable, con una terca indolencia que provocaba un mayor desapego. Quizá por eso mi amiga optó por encontrar consuelo en las drogas.
A mí tampoco me gusta que me griten. Me bloqueo y soy incapaz de pensar. Aquí en la cárcel no soporto que las celadoras nos chillen como si fuésemos corderos en el matadero. La madre de Victoria es demasiado nerviosa y, con el paso de los años, ese carácter histeriforme está apoderándose de ella. No puede hacer nada para evitarlo y se ha convertido en una loca. Su tendencia al catastrofismo, a ver el vaso medio vacío en vez de medio lleno, al drama y a la desconfianza absoluta hacia los demás le está pasando factura. Victoria define a su madre como una destructora de ilusiones. Asegura que cada vez que le cuenta algo positivo, le da la vuelta y parece que le he contado una catástrofe, con lo que se le quitan las ganas de hablar con ella. Es una mujer que viaja poco y, cuando lo hace, opta por carreteras secundarias llenas de baches. Nunca ha tenido curiosidad por explorar más allá de los limites seguros de su existencia…
Creo que empezaré la carta de reconciliación hablando del carácter de Victoria. Yo seré un narrador omnisciente que ve la realidad de mi amiga y de su madre desde la barrera. Explicaré cuáles son las señas de identidad de Victoria (generosidad, desinterés, entrega) para contrastarlas con el carácter histeriforme de su madre. Quiero que sea una carta dura, que ambas lloren, que se tiren los trastos a la cabeza, pero que terminen claudicando ante su amor. Siempre he pensado que su madre está más encerrada que ella; se ha creado una cárcel alrededor de su corazón similar a una costra que cada día supura más. Hay mucha gente que se considera libre pero que no lo es. Yo llevo encerrada aquí diez años, pero me siento libre por dentro porque estoy en paz conmigo misma. Oficialmente no gozo de la libertad que tiene la madre de Victoria, pero sueño y me dejo llevar por mi imaginación, sin límites ni fronteras.
No me arrepiento de estar aquí. Soy escritora y en este país con el arte no se gana ni para una cesta de la compra en el supermercado. Tenía que sacar a mis dos hijos adelante y me embarqué en un negocio fraudulento de compra-venta de casas. Desde el primer momento sabía que era ilegal, pero cuando hay que dar de comer a dos niños pequeños la legalidad importa una mierda. Escribía teatro y guiones para una editorial. Ganaba de media 20 euros por composición teatral y 30 por cada uno de los guiones. Estamos en España, la cultura es sinónimo de pobreza. Después de un tiempo en el que recorrí media ciudad con mi currículum, no me quedó más remedio que aceptar el negocio de la inmobiliaria, una tapadera de un grupo mafioso de Europa del Este.
A mis hijos les veo cada dos semanas. Vienen con mis padres. Cuando se van me derrumbo y me hacen falta un par de días para recomponerme. Menos mal que cuento con Amparo y con Victoria y con algunos trankimazines de estraperlo. Sería imbécil si dijera que la vida en la cárcel es maravillosa. No es el Hilton. Permanecer encerrada entre cuatro paredes todo el día es muy duro. Hay veces que no puedo respirar…
Amparo está enamorada de Antonio, el del barracón impar. En la carta de amor que tengo que escribir optaré por los momentos mágicos que ambos pueden vivir. Desde pequeña me ha gustado el concepto del no-tiempo, precisamente sobre lo que quiero ahondar en la carta de Amparo. Un instante es nada sin dejar de ser algo. Yo me quedo con ese algo. Me sirve de inspiración y me hace feliz, independientemente de lo que pase en el futuro. Ese algo podría explicar el amor que ha surgido entre Amparo y Antonio. ¿Puede explicarse el amor a través de un algo que nace del no-tiempo? A pesar de que soy una reclusa y de que podría parecer que en prisión no se viven instantes de felicidad, puedo afirmar a los cuatro vientos que yo sí que los vivo. Poco importa lo que está por llegar sino aquello que hemos retenido solo dos segundos. Serán dos segundos que, sin caer en la cuenta, darán forma a nuestro futuro, como el futuro que quizá espera a Amparo y Antonio. Quiero terminar la carta de amor esta noche, se la leeré en voz alta a la hora del desayuno y se la daremos a una de las celadoras para que la entregue al amante del barracón impar.
Aquí en la cárcel he conocido gente maravillosa que me aporta bastante más que quienes gozan de la ansiada libertad oficial pero que internamente tienen muchos más grilletes que yo. La imaginación es mi mejor aliado, tengo que creerme mis fantasías y dar por válidos mis espejismos, necesito pergeñar cada día una realidad paralela que, a golpe de repetírmela, se convierta en mi verdad. Yo viajo constantemente gracias a las fábulas de mis compañeras y mis experiencias vitales. No necesito comprar un billete de avión para disfrutar de playas paradisiacas o perderme en culturas milenarias. En realidad, la máquina de teletransporte ya existe, la hemos patentado nosotras, os ruego que no se lo digáis a nadie, guardadnos el secreto… Y es que creo que es bonito no entenderse. Yo soy un ser absurdo y no me entiendo, aunque no por ello dejo de disfrutar de las cosas y de mis compañeras. Cuando varias personas absurdas que no se entienden disfrutan de algo absurdo que hace que se entiendan menos surgen las mejores ideas.
Aparte de terminar la carta de Amparo y pensar en el escrito de Victoria, debo empezar a perfilar la función de teatro de Navidad. No sé si hacer un drama o una tragicomedia. Es muy difícil elaborar una pieza coral con personajes tan dispares como mis compañeras. Además, no puedo olvidarme de ninguna o tendría serios problemas. También tengo que tener en cuenta los deseos del alcaide, un bebecharcos que sabe de teatro lo que yo sé de física nuclear, pero cede el espacio y nos permite utilizar material de las diversas dependencias si le gusta el guion.
El arte ha sido mi salvoconducto para disfrutar de una existencia más o menos placentera. Gracias al teatro y la literatura he conseguido hacerme respetar y no me han salpicado nunca las trifulcas que suelen vivirse en la cárcel. Curioso que el arte me permita viajar adonde desee y ser libre entre cuatro paredes. Supongo que la libertad habita dentro de nosotros y que la cultura no entiende de muros ni fronteras. Espero que todo lo que acabo de explicar sea válido de cara al concurso. No he hablado de autobuses, ni de trenes ni de aviones, pero sí de viajes al interior de mis amigas. Mejor no dar demasiadas vueltas a este tipo de consideraciones esotéricas. Al fin y al cabo, nadie pretende encontrar la realidad en la ficción porque, para eso, ya tenemos la vida…
FIN
@eduvilades
Foto de portada: Rompiendo cadenas, de Olivia Caballero González.