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Esclavas del mouse: cómo sobrevivir a la tortura del ratón durante 8 horas al día

“La máquina es el genio de nuestra época.”, decía Isaac Asimov, pero mientras ese genio despliega todas sus bondades y trabaja de forma autónoma para liberarnos de tareas tediosas, tenemos que darle al mouse. ¿Alguna vez has contado cuántos clics haces con el ratón durante un solo día de trabajo? No lo hagas. Te prometo que no quieres saberlo. Igual que no quieres calcular cuántas horas pasas pegada a la pantalla, ni cuántas veces has sentido que tu cuerpo se convierte en una extensión de tu silla ergonómica.

Lo llaman productividad, pero se parece demasiado a una cadena de montaje del siglo XXI: menos grasa industrial y más túnel carpiano.

Esclavas del mouse. Jim Carrey en Como Dios.
Esclavas del mouse. Jim Carrey en Como Dios.

Esclavas del mouse: un nuevo Tiempos modernos a golpe de ratón

La imagen que Chaplin nos dejó en Tiempos modernos (1936) no ha quedado enterrada en los archivos de la historia del cine mudo. Sigue viva, solo que ahora los tornillos se aprietan con clics y los engranajes son pantallas retroiluminadas. La fábrica se ha digitalizado, pero la alienación sigue oliendo a sudor, a ansiedad, y a la precariedad de una generación que no se desconecta nunca, porque no puede permitírselo.

La distopía laboral se sirve hoy en alta definición, con gráficos bonitos y muchas slides que prometen “equilibrio” mientras exprimen hasta la última gota de tu energía vital. ¿La tecnología nos iba a liberar? Claro que sí. Y yo soy la heredera de una dinastía de oligarcas suizos.

Del obrero al “knowledge worker”: una trampa disfrazada de libertad a golpe de mouse

Nos vendieron la idea de que seríamos knowledge workers, trabajadores del conocimiento, como si el solo hecho de usar un teclado en lugar de una llave inglesa nos convirtiera en una especie de élite intelectual del proletariado digital.

El teletrabajo, por ejemplo, se presentó como el nirvana laboral: flexibilidad de horarios, conciliación, la promesa de trabajar en pijama mientras el gato se pasea por el teclado. La cruda realidad: jornadas infinitas, disponibilidad constante y la sospechosa sensación de que, si no estás “verde” en el Teams, tu rendimiento se considera insuficiente.

Esclavas del mouse: la precariedad digital afecta más a las mujeres

Desde una mirada feminista, la trampa se hace aún más evidente. Las mujeres, eternamente malabaristas, hemos sumado nuevas pelotas a la rutina del circo. Porque no, no es casualidad que los sectores más feminizados sean los que acumulan más precariedad digital. Profesionales de la atención al cliente, administrativas, asistentes virtuales… todas atrapadas en esta especie de cinta de correr invisible que no se detiene nunca, mientras aporreamos el mouse y se nos secan las retinas frente a la pantalla.

El teletrabajo se suponía una revolución, pero para muchas solo ha sido una mutación del monstruo que ya conocíamos. Ahora, la jornada partida convive con videollamadas donde escondemos el cansancio con filtros de Zoom y sonrisas forzadas.

Esclavas del mouse.

Las pantallas que nos devoran: salud física y mental en juego

Podríamos bromear con que “al menos no estamos cargando sacos de carbón”, pero lo cierto es que la nueva esclavitud digital deja cicatrices menos visibles, pero igual de profundas. Tendinitis, cervicalgia, fatiga ocular… ¡vaya paquete de bienvenida! El cuerpo se resiente, pero la mente también.

La sobrecarga mental es el pan nuestro de cada día. A la multitarea endémica —responder emails mientras atiendes un chat de trabajo y preparas un informe urgente— se suma la vigilancia constante: software de productividad que mide cada segundo de tu jornada, plataformas que rastrean tus movimientos como si fueras un sospechoso de alto riesgo.

El presentismo digital ha venido para quedarse. Si no te conectas, no existes. Pero si te conectas y no interactúas lo suficiente, sospechan. Una contradicción digna de Kafka, pero con menos glamour literario y más estrés silencioso. Y este fenómeno golpea con especial crudeza a las mujeres, que en muchos casos compaginan la jornada laboral con el cuidado de hijos, mayores, o ambas cosas a la vez.

Burnout y autoexplotación: cuando la víctima se convierte en carcelera

Uno de los peores efectos de esta nueva era laboral es que nos han convencido de que somos nosotras las responsables de sobrevivirla. No la estructura, no el sistema; nosotras mismas, con nuestros pobres hábitos de descanso y esa absurda fe en los tutoriales de “cómo ser más productiva en 5 pasos”.

Hemos interiorizado la autoexplotación como si fuera una virtud. Nos sentimos culpables por cerrar el portátil a la hora que marca el contrato, por no contestar ese correo que llegó a las 22:47, por atrevernos a vivir nuestras vidas fuera de la tiranía del mouse.

Y la industria del bienestar, por supuesto, se frota las manos. Nos ofrece respiraciones conscientes, rutinas de yoga exprés y meditación en cinco minutos para paliar el agotamiento crónico que ella misma nos ha impuesto. Spoiler: no va a funcionar. Ninguna app de mindfulness va a solucionar que la jornada laboral se haya convertido en una maratón sin línea de meta.

Esclavas del mouse.

¿Sobrevivir o rebelarse? El futuro del trabajo está (todavía) en disputa

La pregunta crucial permanece: ¿seguiremos arrastrándonos de reunión en reunión hasta que se nos caiga el mousse de la mano, o nos atreveremos a tirar del cable (literal y figuradamente)?

La resistencia ya está tomando forma. Desde diferentes ámbitos se comienza a reclamar desconexión real y jornadas que respeten los límites humanos. Los movimientos feministas están poniendo sobre la mesa la carga desigual que supone para las mujeres esta esclavitud moderna con envoltorio tecnológico. Estamos empezando a visibilizar que trabajar desde casa no significa vivir en el trabajo.

Reapropiarse del tiempo es un acto de rebeldía. Cerrar el portátil a la hora que toca, silenciar las notificaciones fuera del horario laboral, decir “no” a una reunión innecesaria. Pequeños gestos que, sumados, dibujan la silueta de un cambio más grande.

Porque no podemos permitir que el click del ratón siga marcando el compás de nuestras vidas. No somos extensiones de una máquina, ni somos engranajes de una productividad que no nos pertenece. Somos cuerpos, mentes y almas que merecen algo más que sobrevivir frente a una pantalla.