‘Rendición’, una defensa de lo misterioso
La incertidumbre y la desconfianza vertebran la historia que se desarrolla en Rendición, de Ray Loriga (2017) y que se encuentra en completa comunicación con la realidad contemporánea. En Rendición, Loriga se sirve del marco de la distopía para hacer una dura crítica de algunos de los elementos en los que se fundamenta la sociedad actual.
La historia que se muestra en Rendición, perfectamente estructurada en tres partes, nos cuenta el viaje de un mundo inestable y peligroso hacia la seguridad total que ofrece el progreso de la denominada Ciudad de Cristal. Pero, ¿cuál es el precio?
Rendición: Hacia la pérdida de la identidad
El camino que recorren los personajes comienza con el desarraigo más absoluto. Obligados a abandonar y quemar su casa por culpa de una guerra extendida durante años en la que se encuentran inmersos sus hijos, deben trasladarse, asumiendo ciertos riesgos, a un lugar más seguro conocido como la Ciudad de Cristal. La promesa de un espacio protegido, lejano y cristalino donde podrán retomar la vida anterior a la guerra.
Con la quema de la casa, comienza -o se afirma lo que ya se venía planteando- la pérdida de la identidad. Una pérdida de identidad que queda subrayada por la falta de nombre de cada uno de los personajes. Con la única excepción de los hijos y el niño, Julio, que encuentran vagabundeando por las calles.
Julio, pese a suponer un riesgo mantenerlo con ellos, es lo único seguro y definido que se mueve entre las sombras maleables, líquidas y desarraigadas del entorno. Lo único que parece salvable a pesar del peligro.
Los hijos son nombrados por el padre una y otra vez, en un intento de agarrar el pasado y casi de resolver ciertas dudas. Y es que son tres los exilios a los que se enfrentan: exiliados de su propia vida anterior, de su casa y de su país. Con el añadido de que ni siquiera saben dónde se encuentran en ese momento. La confusión y el caos reinan con absoluta crueldad y la seguridad parece inalcanzable.
La ciudad deslumbrada
Precisamente por eso, la Ciudad de Cristal, transparente y luminosa, se presenta como un caramelo. La tierra prometida. Un símbolo absoluto del progreso. La felicidad frente al mundo exterior; frente a lo salvaje; frente a la vida a la intemperie, inestable y oscura y, por si fuera poco; en un estado de guerra desconocido que genera una inseguridad continua. Sin embargo, un exceso de luz puede llegar a quemarnos la vista, nos deja ciegos.
Tal y como su nombre indica, en la ciudad no hay lugar al que no lleguen los ojos de los demás. La inestabilidad social ha generado miedo a los espías y la traición que aumenta el caos general. La confianza en el vecino se vuelve imposible y el precio para asegurar la fiabilidad es la iluminación absoluta. La intimidad se ve, por tanto, reducida a la mínima expresión. Paredes de cristal, ropas traslúcidas y veinticuatro horas de luz gracias al autoabastecimiento de la ciudad. El día continuo. Ni existe la necesidad de salir de allí, ni tiempo para la noche.
Con la desaparición de las sombras, desaparece también el misterio y la ilusión. Puesto que todo es trasparente, todo puede verse. No hay nada más allá de lo que está ante nosotros. El secreto se pierde por completo, y con él, parece que también la vida. Solo lo que está muerto es transparente.
Planteaba Baudrillard en El crimen perfecto que, con la muerte de la realidad, no había lugar para el misterio. Resulta curioso que, precisamente, sea el intento de volver al mundo de fuera, peligroso e inestable, del protagonista lo que trae este misterio de vuelta.
El infierno de lo igual
Con la exposición absoluta llega la mimetización. La forma de mantener el equilibrio es no desentonar, eliminar lo extraño, lo que sobresale y, por tanto, lo que individualiza. Si con la pérdida del hogar empezaba a difuminarse la identidad. La entrada en la Ciudad de Cristal no hace más que llevar esto a extremos aún mayores.
Ser aceptado como uno más en la ciudad requiere una serie de sometimientos que en principio parecen superfluos. Sin embargo, con cada una de las concesiones que realizan sus ciudadanos ceden un poco más de su identidad y del control sobre ellos mismos.
Uno de los pasos inevitables es la rutina de las duchas diarias. Esto esconde algo más que una simple obsesión por la higiene, ya que consiguen eliminar por completo cualquier tipo de olor. Nada huele, nadie huele, ni bien ni mal. Curiosamente el olfato es el sentido que más se vincula con la recuperación de los recuerdos y con la memoria. Por lo tanto, al perderlo, no solo se pierde la capacidad de captar olores, sino que desaparece indirectamente la posibilidad de recuperar el pasado. De recobrar los recuerdos. Ni si quiera pegándonos la nariz a la piel podíamos, ella y yo, reconocer nuestros olores dice el protagonista. Es decir, ni siquiera podían reconocerse, lo que participa también de este continuo desarraigo que se está produciendo a lo largo de la obra.
A la pérdida del olor siguen otros muchos elementos. Unos patrones de comportamiento marcados, unas rutinas casi imitadas de unos a otros, generando perfiles de ciudadanos muy similares incluso con el mismo vestuario -casi uniforme- que se aproxima más que nunca a la realidad contemporánea que se percibe en las redes sociales.
La transparencia agresiva y felicidad (auto)-impuesta, provocan comportamientos determinados y controlados. La exposición violenta puede llevar al individuo a vivir en una ficción continua al verse situado bajo el ojo del Hermano Mayor. Es más, en este caso son sus propios usuarios quienes participan en su construcción y conservación, quienes mantienen esta realidad en funcionamiento haciendo posible su existencia.
El olor a mierda
A su vez, esa desaparición del olor también hace hincapié en la pérdida de consciencia, no solo de la identidad, sino de la realidad que los rodea. A pesar de estar rodeados de orín y heces, como el protagonista debido a su trabajo, poco importa porque tampoco olían a nada […] no eran distintas al barro ni causaban más aprensión.
Un lavado de imagen profundo de un lugar en el que uno no tiene la capacidad de reconocer la basura que lo rodea, las presiones, los riesgos, pues no causa mayor aprensión, no se identifica, no se huele a pesar de estar con la mierda al cuello. Lo que no deja de ser una manera explícita de empezar a plantear y definir lo que sucedía en la impoluta e inodora Ciudad de Cristal. Su perfección, seguridad y felicidad se debían, principalmente, a la incapacidad de sus ciudadanos para oler la basura, a pesar de estar plagando la ciudad, a diferencia del mundo anterior donde la mierda se veía menos, pero olía mucho más.
Rendición: ¿Es posible un mundo feliz?
¿Hay alguna esperanza, al menos en esta realidad que nos cuenta Loriga, para el mundo de antes? Parece que no. Incluso parece sentenciado desde el principio: nuestro optimismo no está justificado, no hay señales que nos animen a pensar que algo puede mejorar.
Podría decirse, de hecho, que también son tres veces las que se rinde el protagonista de la obra. Primero, al ceder ante el abandono y quema de su casa, con toda la pérdida que ello conlleva. La segunda, al entrar en la ciudad a pesar de las señales de alarma. Y la más terrible, tercera y última, ante su perseguidor después de la rebelión contra la ciudad transparente y su consecuente huida de ella, cuando parecía que el animal volvía a coger fuerza.
Rendición, desde su visión distópica, plasma a la perfección la realidad por la que nos movemos, por lo que resulta aún más escalofriante que las distopías de mediados del siglo XX. Un mundo feliz, 1984 o cine distópico de finales de los 90 hablaban de un futuro próximo, pero que todavía no nos había alcanzado por completo. Sin embargo, ahora nos encontramos inmersos en esa Ciudad de Cristal, del Black Mirror.
La exposición de la intimidad –lo que se ha venido llamando “extimidad”- a través de la transparencia de la ciudad nos parece grotesca, esperpéntica y casi humillante. Del mismo modo, el apaciguamiento de la población a través de las “duchas” y la eliminación de los olores con el objetivo de tener el control sobre ellos no consigue engañarnos con su falsa felicidad, no convence a pesar de que los vemos objetivamente felices o, al menos, con todas las necesidades cubiertas. Igual que el protagonista de Rendición, nos preguntamos, ¿es suficiente con eso? Si es así, ¿por qué a mí no me convencen? Sin embargo, trasladar estas preguntas a las rutinas que tenemos habitualmente con redes sociales o uso de medicamentos, no resulta tan sencillo y las justificaciones aparecerán de manera inmediata.
En defensa del secreto
No rendirse significa salir de la Matrix y asumir las consecuencias; lo que puede ser doloroso y traumático, ser un inadaptado muchas veces es el menor de los problemas. Como planteaba Neo en Matrix, no todos están preparados para despertar, hay quienes defenderán a ultranza su Ciudad de Cristal, pese que a los exprima hasta niveles humillantes para mantenerse en funcionamiento.
¿Es posible, por tanto, un mundo feliz? Si parte de la transparencia absoluta, de la exposición excesiva de las redes sociales donde no hay lugar para el misterio y donde somos solo una máscara en la hiperrealidad, parece que no.
Pese al funcionamiento lógico que pueda tener este mundo feliz, pese a que se oriente a perpetuar la existencia de la raza humana o pese a que elimine el sufrimiento, antes o después aparecerá alguien que se pregunte si es suficiente esa felicidad básica -y falsa- que obtenemos a cambio de la comercialización de la intimidad y de la pérdida de la identidad.
La curiosidad y la búsqueda de la identidad personal están ligadas a la conciencia de uno mismo, al cuestionamiento que solo tiene sentido cuando no todo es evidente ni visible. Solo lo que está muerto es transparente diría Byung Chul Han en La sociedad de la transparencia (2017). Iluminar la realidad hasta cegarnos, sería, de alguna forma, morir. Moriría, al menos, eso que Luisgé Martín denomina el componente humano. Para que viva el misterio, las sombras y el secreto deben seguir existiendo.
Foto de portada: (c) Jeosm.