‘Ana Tramel. El juego’: familia y adicciones en una serie imprescindible
Ana Tramel. El juego, estrenada en 2021 por RTVE y que ahora está en Netflix, aquella miniserie de seis capítulos permitió que conociéramos en profundidad a un personaje que, en muchos sentidos, conectaba con otro letrado brillante y con vocación a mirar hacia el abismo: el abogado interpretado por Paul Newman en la sombría Veredicto final (1982).
Imagina que dos personas suben a un ring. Sabes que la primera de ellas presenta un récord invicto en sus combates. Además, varios de esos triunfos son por KO. Incluso hay rumores de que, si la cosa está igualada, la mesa de jueces no tendrá inconveniente en facilitar su nuevo éxito en las tarjetas. La apuesta parece clara, pero hay algo que te levanta interés en la esquina contraria. La otra candidatura sí ha perdido varios duelos, algunos hasta de forma dramáticamente inesperada, con golpes bajos. No tiene la misma reputación, pero hay algo impactante: sigue en pie. Sabe lo que es besar la lona.
Algunas de sus victorias en el pasado fueron deslumbrantes. No obstante, cedió también, presa de sus propios demonios. De cualquier modo, hay algo en su mirada que te convence de virar tu pronóstico: no pondrías la mano en el fuego porque alguien tan acostumbrado a que le levanten el brazo reaccione a un golpe devastador en seco. Por el contrario, la banca de en frente ha demostrado saber bajar y subir de los infiernos.
Ana Tramel pertenecería, sin discusión posible, a esa segunda clase de púgiles. Ha pasado poco tiempo, pero el show de tribunales y adicciones se ha mostrado premonitorio en sus pesquisas, como un inquietante recordatorio donde su protagonista nos invita a caminar por el alambre.
Ana Tramel: El juego
Hay un viejo dicho. Lo peor que nos puede pasar visitando a un casino es tener suerte la primera vez que apostamos. O, si estamos en una partida de póker, que la mano sea extremadamente afortunada. El cerebro humano se estimula y obtiene placer de esos subidones y, como en cualquier otra clase de droga, pronto quiere recrear esa misma sensación de riesgo donde sobrevivimos triunfantes. Esa búsqueda la hacemos con las probabilidades cada vez más en contra.
Cuando Maribel Verdú mira los anuncios luminosos de casas de apuestas en un barrio cualquiera, un incómodo déjà vu recorre nuestra espalda. La actriz madrileña es una de las carreras más sólidas del celuloide hispano, un rostro reconocible y que ha estado involucrada en varios hitos de la cinematografía del país como Belle Époque (1992), La buena estrella (1997) o Blancanieves (2012), por citar únicamente tres de ellos. Incluso se ha permitido ser una icónica madre de superhéroe en Hollywood.
De cualquier modo, puede que una de sus papeletas recientes más complejas sea la de encarnar a una mujer de leyes en horas bajas: Ana Tramel es el tipo de papel que permite lucirse o estrellarse. En cierto sentido, ya tuvo un anticipo de ello en la interesantísima La punta del iceberg (2016), aunque esta miniserie es incluso más oscura que el largometraje de una agresiva multinacional orquestado por David Cánovas.
Probablemente desde Perry Mason, la audiencia española ha reaccionado con simpatía hacia la persona que gana causas imposibles y saca a los inocentes de apuros judiciales. Sea como fuere, Ana Tramel tendría más que ver con el demonio de la Cocina del Infierno, Matt Murdock, antes que con otros ángeles penalistas. Ha sido brillante en lo suyo, si bien hace años que cursó su propio Born Again.
Las fauces del lobo: el casino
Por encima de todas las cosas, Ana Tramel es una serie familiar. O, mejor dicho, el relato de dos hermanos unidos por hechos traumático. Sin importar que lleven cuatro años sin saber el uno del otro, Alejandro (Unax Ugalde) sabe qué número marcar en su derecho a la llamada cuando se meta en un callejón sin salida: acaba de ser visto con las manos manchadas de sangre y saliendo del despacho del director del importante recinto de juego llamado Gran Castilla.
Como si estuviéramos en un relato de Agatha Christie, parece un sospechoso demasiado perfecto para que las cosas sean tan sencillas. Su último as en la manga es su hermana, Ana Tramel, una de las más destacadas penalistas de su generación, pero que lleva mucho tiempo alejada de los grandes casos y recluida en un modesto bufete de multas con su buena amiga Concha (Natalia Verbeke), la cual, además, tuvo en el pasado un idilio juvenil con Alejandro.
Aceptar a semejante cliente parece casi una invitación a meter la cabeza en la boca del lobo. El casino tiene todos los ingredientes para salirse con la suya, incluyendo a un prestigioso letrado llamado Jordi Barver. Un intérprete contrastado como Joaquín Climent da vida con la necesaria parsimonia a un picapleitos taimado y astuto, acostumbrado a defender los intereses de los poderosos. Si Ana es la pasión cuando lleva sus causas, Barver es igualmente efectivo desde el frío distanciamiento.
La pareja de hermanos comparte la enfermedad de la adicción, aunque no las causas de la misma. Alejandro ha sido capaz de formar una familia con Helena Vasilev (Yulia Demóss), algo que se antojaría imposible en el caso de Ana. De idéntica manera, la jurista es inmune a los encantos del juego, la piedra donde descabalga su cliente. Su adicción es otra.
Ana Tramel: La diablesa en la botella
Nos gustan esas causas perdidas. En la literatura, no querríamos tanto a Sherlock Holmes sin su dependencia a ciertos productos en su apartamento de Baker Street. La figura heroica debe tener debilidades, cuestiones que la hagan conectar con su audiencia, la cual va aceptar con más facilidad sus excepcionales dones si el equipo creativo es capaz de exponer sus puntos vulnerables honestamente.
Verdú sabe mostrar las dos caras de Jano de una sabuesa que muerde la pierna de los poderosos e intimida. En muchos sentidos, su forma de apretar a los rivales y a sus propios socios nos recuerdan a la fantástica performance de Jessica Chastain en El caso Sloane (2016). Va al extremo, consciente de que desde el emporio del juego legalizado (la sombra de Eurovegas orbita en esa Comunidad de Madrid que representa la miniserie) van a arrojarles la artillería pesada y a su infantería más dura desde que el proceso arranque.
Esa fortaleza que refleja en los juzgados es mantequilla atravesada por cuchillo en su manera de eludir los conflictos emocionales de su pasado. Ser incapaz de asistir al funeral de una persona querida de su familia, permaneciendo narcotizada, refugiada en sábanas extrañas y bañada en alcohol para perder el sentido. Es una historia muchas veces contada, aunque rara vez falla si se hace con oficio. Y es el caso.
Porque hay algo esencial que la propia Ana Tramel dice: cuando es una causa con jurado, hay algo más importante que la verdad: el relato, quién construye la mejor historia. Y allí las inhibiciones que las pueden paralizar en su propia habitación desaparecen para sacar a una mujer de leyes temible que puede convencer a los demás incluso de que algo imposible puede realizarse: pasar de la temerosa defensa a un ataque descarado.
Cuando todo se decide en rojo o negro
La novela de Roberto Santiago podría funcionar como exponente de un buen thriller, la clásica historia de investigación imposible en los tribunales que garantiza varias lecturas entretenidas en el avión o en la playa. De cualquier modo, hay un mérito literario extra que permite expandir los horizontes que limitaría la naturaleza de su género: habla de un problema real y cercano, el cual puede estar sucediendo en la intimidad de los bloques de vecinos por los que paseamos una jornada cualquiera.
Apuestas deportivas, bingos, ruletas, cartas, etc. Un negocio donde la banca siempre gana y el cliente derrotado vuelve a por más dosis revés tras revés. Con el bombardeo actual de publicidad en muchos medios, sorprende poco que las personas adictas cada vez confiesen haberse iniciado más jóvenes a esa dinámica.
Consciente de ello, RTVE invirtiera en los derechos de una serie de párrafos plagados de atractivos giros, la clase de relato que atrapa. Las primeras críticas ya hablaban que las descripciones tan visuales permitirían una fácil adaptación a la pantalla. El espaldarazo económico de la productora alemana ZDF y contar con una guionista tan hábil en el medio como Ángela Armero dieron plena confianza a Santiago para llevar la empresa.
No es un tema baladí. Literatura y cine se retroalimentan, pero lo que funciona en una puede ser poco creíble en la otra. De inmediato, las decisiones de Armero y el propio Santiago fueron sensatas: olvidarse de un largometraje por los muchos detalles que tenía la trama. El formato miniserie era la mejor vía posible para el asunto. De igual manera, la propia naturaleza autoconclusiva de las páginas permitía dar más verosimilitud a la propuesta. Igual que en la Hierro de una genial Candela Peña (2019-2022) había una vocación a no eternizarse o desvirtuar a la protagonista.
Areta investigaciones
Una de las claves de la trilogía de películas de El crack de José Luis Garci radicó en la capacidad del cineasta de trasladar los clichés del cine negro clásico a la propia coyuntura de una España que se adentraba en la Transición. Germán Areta, el detective encarnado por Alfredo Landa, estaba rodeado de un cuerpo de secundarios creíbles y que se mostraban muy cotidianos.
En el caso de Ana Tramel, demostrará también que es capaz de reclutar con oficio a nuevos talentos, además de recurrir a viejos socios de confianza. El más importante de ellos es “Eme”, un eficaz hombre para todo que es interpretado por Luis Bermejo, cuyo prestigio está en alza desde su gran papel en Magical Girl (2014). Con todo, la pieza clave es Concha, la dueña del bufete que se convertirá en el cuartel general de Ana para diseñar su estrategia. Una interacción que permite disfrutar de la complicidad de dos actrices tan consolidadas como Verbeke y Verdú.
El pulso contra un conglomerado industrial tan imponente conllevará un desgaste lógico y con el que es fácil empatizar: muchos empleados consideran que están trabajando muchas horas extra para un sello que se estaba contentando con solventar cuestiones de multas. Habrá varios abandonos del barco conforme avancen los seis capítulos, si bien Tramel y su carisma inspirarán lealtades sin fisuras como la de Sofía Delgado (María Zabala), una joven e ilusionada abogada que está enganchada a poder trabajar con una maestra penalista en un pulso casi imposible de ganar.
Otros elementos serán más controversiales, puesto que la letrada inicia un affaire con Santiago Moncada (Israel Elejalde), un apuesto teniente de Guardia Civil que es testigo en el caso y que tiene una relación ambigua hacia Alejandro y el propio casino.
Ana Tramel: Friman, un verso libre
Es un secundario realmente atípico para una miniserie de estas características. Desde luego, esperamos que los miembros del staff del Gran Castillo Casino sean tan elegantes como fríos, carroñeros de traje y corbata con móviles último modelo. Por el contrario, Friman es una de esas figuras que rápidamente captan la atención. Estábamos acostumbrado a ver a Juanma Cifuentes como un alivio cómico, con personajes inocentones y propicios para la desconexión lúdica (pensemos en su trasvase de Aquí no hay quien viva hacia A tortas con la vida).
La novela de Roberto Santiago configuraba al dueño de unas lucrativas timbas ilegales en un chalet lo suficientemente discreto y alejado de miradas curiosas. Friman tiene las maneras de una persona educada y de aspecto bonachón, casi esperamos que Cifuentes se termine sacando un chiste o una sonrisa de un momento a otro para aliviar la carga del papel. No sucede. Bajo las simples apariencias, hay un tiburón que no vacila en dejar claro cuáles son sus aguas, una especie de Kingpin (sobre todo el encarnado por Vincent D’Onofrio) del póker que conoce a la perfección las reglas de su mundo.
Debido a su amistad con Alejandro, puesto que ambos eran duchos en el arte de las cartas, Friman se convierte en el verso libre de la ecuación. Un teléfono al cual la banca llama para dar lucidez a las mejores mesas, pero asimismo un aliado de incalculable valor para Ana Tramel si sabe pulsarle las teclas adecuadas. Su recorrido explicando al fiscal y a la abogada el funcionamiento del gran negocio tiene las pautas que Robert De Niro inmortalizó en Casino (1995).
Hay una curiosa química entre Verdú y Cifuentes. Son dos depredadores de reinos distintos, algo que les hace tener cierta simpatía en la distancia hacia las habilidades del otro lado.
Doce grados sin piedad
Como en una buena jugada de póker, la miniserie de RTVE tarda en llegar al escenario que revela las manos: el juicio no se inicia hasta el quinto episodio, transcurridos varios meses de negociaciones infructuosas entre la familia Vasilev y el Gran Castilla. Buscando dar una atmósfera a lo Reginald Rose, las deliberaciones del jurado se darán en un inclemente verano madrileño con aires acondicionados en reparación.
Ambas partes harán su trabajo para conocer el perfil psicológico de los hombres y mujeres que deberán dar su veredicto al juez Barrios, cuya paciencia se verá tensada por la capacidad de Ana de llevar la contienda legal a distintos frentes.
En una de las subtramas de la miniserie, con otro tema tan tristemente en boga como el maltrato, conoceremos a una jueza con cuentas pendientes con la abogada: en sus días de gloria, la letrada estrella la engañó con su esposo. Elvira Mínguez, actriz con mucha personalidad, aupada en otra serie noir como Marbella (2024), representa aquí la fina balanza de la justicia, donde nadie está exento de que sus prejuicios y cuitas pendientes actúen cuando debería procurar ser ecuánime.
Entre los testigos estarán los miembros de una asociación de personas adictas al juego encabezadas por un psicólogo perfectamente llevado a cabo por Víctor Clavijo, quien trató a Alejandro. Uno de los aciertos de la dirección de Gracia Querejeta y Salvador García Ruíz es que este espinoso tema de enfermedades no se trata a la ligera y sí con realismo: no hay recuperaciones milagrosas, mostrándose recaídas y los típicos altibajos que conlleva cualquier terapia de esa índole.
Si bien las posiciones de riesgo extremo en que Ana pone a prueba su licencia son exageradas, se notan los años de trabajo previo de Roberto Santiago para conseguir una jerga propia del mundillo.
Sentencias en cristales rotos
Casi por definición, es imposible que una sentencia en un litigio entre dos partes termine agradando a todas las personas implicadas. De hecho, hay más opciones de que el dictamen sí pueda enfurecer a ambas bancas por igual. Sea como fuere, los seis capítulos de Ana Tramel dejan una sensación agradable, una buena reconstrucción de las piezas rotas de la vida de la protagonista y su círculo más cercano. Y es que incluso el corazón más endurecido tiene sus debilidades. Ramiro (Ismael Martínez), antiguo marido de la letrada, es de los pocos casos conocidos donde pueda pillar baja de guardia a alguien acostumbrada a las contingencias.
Recogemos las fichas del casino con prudencia, con la plena convicción de no querer tentar en exceso a la diosa Fortuna. Habiendo asistido a una miniserie clásica en el mejor de los sentidos.