‘La muerte de Stalin’: Juegos funerarios en la plaza roja
Los idus de marzo
“Desde entonces no me ha pasado nada interesante”. Con esa frase, el escritor colombiano Gabriel García Márquez resumía su sensación tras el fallecimiento de su abuelo materno, Nicolás Ricardo Márquez. El personaje real que inspiró al entrañable protagonista de El coronel no tiene quien le escriba (1961).
Fabien Nury, destacado profesional de la publicidad en su Francia natal, no heredaría de sus abuelos las claves para trasladar el realismo mágico a la página escrita, pero sí una generosa colección de libros históricos por parte de uno de ellos. Ante su asombro, aquellos volúmenes alternaban lo sublime y lo deleznable de una forma asombrosa. En ocasiones, el aspirante a escritor se avergonzaba por sus carcajadas ante sucesos que, en su momento, fueron terroríficos.
Indiscutiblemente, Iósif Stalin era una de las personalidades más pintorescas entre aquellos ecos del pasado. Secretario General del Partido Comunista de la URSS desde 1922. Su largo mandato fue una dictadura plagada de purgas que, como sorprendía a Nury, no impidió que inmensas multitudes del pueblo llano acudiesen a sus funerales.
Indudablemente, allí había una historia. Desde Babilonia en el verano del año 323 a.C., pasando por el de Medina en el 632 d.C., hasta llegar a Moscú entre febrero y marzo de 1953, la Historia siempre ha sido apasionante y peligrosa cuando se produce un vacío de poder de esas características.
Aliado con el excepcional dibujante Thierry Robin, los dos volúmenes de La muerte de Stalin (2010-2012) pronto se convirtieron en un exponente del cómic europeo de calidad. Resultaba simple cuestión de tiempo que algún estudio mostrase interés por adaptar aquel sugerente material a la gran pantalla. Habríamos de esperar poco, concretamente a la irrupción de Armando Iannucci en 2017.
If the leader is incapacitated, the Committe must convene. Article 17. II
Hacer una versión cinematográfica de fenómenos de las viñetas no suele resultar sencillo. Alan Moore, guionista genial, sería una perfecta muestra de críticas desde primera hora en cuanto se ha intentado usar su trabajo para el séptimo arte. Desde el primer contacto, Nury exhibió comprensión y sano distanciamiento para el film que iba a hacerse sobre su trabajo con Robin.
“La película es completamente fiel al espíritu del cómic”. A través de esa filosofía, descargó una parte importante de presión a la coproducción franco-británica que se embarcó en un ambicioso proyecto con un casting que resultaría uno de los más sugerentes de los últimos tiempos: Steve Buscemi, Simon Russell, Andrea Riseborough, Jason Isaacs, etc.
Tanto el film como los dos volúmenes originales terminan resultando complementarios, pero independientes. Se puede acudir a la película sin haber paladeado el fino trabajo de Nury-Robin. A la par que conocer el metraje no invalida que sea toda una experiencia leer posteriormente un fresco histórico de agridulces viñetas.
No en vano, Jean-Jacques Marie, especialista en la URSS, ha bautizado los lápices de Robin como el perfecto reflejo de la atmósfera grisácea y sombría que suele acontecer ante el festín de cuervos que supone la pugna por las llaves del reino. Lejos de ser introducido en la época por su guionista, Robin ya había hecho fascinantes bocetos de la creación del Ejército Rojo por parte de León Trotsky. Señal de la fascinación que tenía por el período.
Iannucci se acompaña de David Schneider, Peter Fellows e Ian Martin para firmar un guión que sigue las líneas maestras del cómic. Incluyendo la delirante obertura en la Casa de la Radio del Pueblo, aunque permitiéndose un tono distinto. Frente a las sombras originales, ellos componen una sátira que recuerda a una de las cumbres del humor británico.
La muerte de Stalin: Cuando los Monty Python conocieron a los hermanos Marx
La presencia de Michael Palin ya sirve de aviso a navegantes. El más delirante Poncio Pilatos posible en la incomparable La vida de Brian (1979) conecta de forma directa la farsa made in Monty Python con la obra de Iannucci, quien ya había demostrado en Veep (2012) un talento innegable para la sátira en clave política.
Palin encarna con su descabellada finura para la parodia a Vyacheslav Molotov. Célebre diplomático soviético, tan conocido por la bomaque lleva su nombre como por haber sido la mano firmante en el polémico pacto germano-soviético de agosto de 1939. A diferencia de lo narrado por el film, Molotov no estuvo en la última fiesta privada de Stalin con su camarilla. Si bien el estilo de las mismas de desenfreno y tensión latente concuerdan sospechosamente con trabajos como los de la historiadora Sheila Fitzpatrick.
El aroma de la guerra latente entre el Frente Popular de Judea y el Frente Judaico Popular sobrevuelan el círculo íntimo de aquel que fue conocido como El Zar Rojo. En un juego de listas negras que llevará a Lavrenti Beria (un colosal Simon Russell Beale), ministro del Interior y miembro clave del Comité Central, a iniciar rápidos movimientos para asegurarse la preeminencia ante la inminente muerte del gran líder.
La muerte de Stalin posee un metraje que no llega a las dos horas, pero exige revisionados por su endiablado ritmo de diálogos. Rememoran la electricidad ingeniosa de Uno, dos, tres (1961) y la locura de los hermanos Marx en sus años dorados. De padre italiano, Iannucci parece tomar un poco del aroma de Marco Ferreri y Rafael Azcona para hacernos reír ante situaciones terribles, alternando la comedia negra con la reflexión.
The comedy will assume the role of General Secretary. Article 18. III
El humor siempre ha casado mal con los totalitarismos de cualquier índole. Una sensación de incómodo déjà vu debió de recorrer la espalda de Benito Mussolini cuando observó al comediante Jack Oakie emular a la perfección sus gestos como el ficticio Napaloni, el dictador de Bacteria que hacía una infame alianza con Hynkel, su homólogo en Tomania, de evidente parecido con Adolf Hitler en El gran dictador (1940).
Ningún sistema es ajeno a ese descontento. Los ácidos documentales de Michael Moore, además de poner el dedo en la llaga sobre las sombras del american way of life, han granjeado al cineasta asimismo críticas en las élites norteamericanas. Trumbo (2015) rememoró recientemente la caza de brujas en los días del senador McCarthy, en pleno auge del país que se jactaba de ser el de las libertades.
Evidentemente, el sarcasmo de Iannucci no resultaría la excepción. Pese a estar en pleno siglo XXI, sorprendió poco la noticia de que Vladimir Putin la prohibiese en los cines rusos, anulándose la exhibición de un largometraje que era acusado de intentar desestabilizar a la nación. Por fortuna, como suele suceder, ello solamente sirve para poner el foco de atención en el objeto prohibido. Chabacana en muchos momentos, de no haber sido por el ardor censor, The Interview (2014), quizás habría pasado discretamente por las carteleras.
Con un muro de Berlín derruido, las profecías de Francis Fukuyama en período de cuarentena y una URSS desintegrada, quizás pudo esperarse una reacción más tolerante a cargo del antiguo miembro de la KGB. No obstante, el tiempo para el humor siempre muestra piel fina en sus cicatrices. El verdugo (1963) precisó de una coproducción transalpina y el éxito en Venecia para sortear a la poca aguda censura dictatorial.
La muerte de Stalin: A Feast for Reds
Todo conspira para que encajen las piezas. Incluso haber renunciado al chiste fácil de forzar ese supuesto acento soviético de tantas películas occidentales termina jugado a favor de La muerte de Stalin. Las distintas dicciones del film se aproximan más a la enorme variedad del territorio ruso. Un tono de New York acompaña al camaleónico Steve Buscemi, quien construye a un Nikita Khruschev impresionante.
El inesperado sucesor de Stalin, el hombre que sorprendió al Beria que tenía todos los documentos más controvertidos de sus camaradas, se convierte en esta fábula en la tortuga en pijama que termina adelantando a la veloz liebre. En la historia real, Kruschev terminaría admitiendo que había sido un error haber prohibido obras como Doctor Zhivago del genial Boris Pasternak, llevada al cine de forma magistral por David Lean en 1965.
Asimismo, en La muerte de Stalin tenemos la voz ucraniana de Olga Kurylenko, quien encarna a Maria Veniaminovna Yudina en todos los sentidos, incluyendo el compartir la habilidad con el piano. Ello permite a Iannucci no tener que recurrir a ningún truco de cámara cuando la artista está tocando.
Paralelamente, acelerando los acontecimientos históricos para que encajen en el metraje dramático, especialmente en el caso de las acciones del mariscal Zhukov (hiperbólica y divertidamente interpretado por Jason Isaacs), una pieza decisiva, héroe de la II Guerra Mundial ante los panzers (conviene no olvidar que el grueso de la Wehrmacht fue verdaderamente debilitado en la Europa del Este en primer lugar).
Los miembros del Politburó son presentados de forma despiadada en el nivel coral, si bien incluso los más despreciables tendrán escenas que removerán la conciencia del espectador cuando los vea en el trance final. Gente con la finura de Paul Chahidi o Dermot Crowley combinan a la perfección para sus Nicolai Bulganin y Lazar Kaganovich.
Juegos funerarios
Dan igual los imperios y las generaciones que se sucedan, hay elementos que permanecen inalterables. Si la clase política sigue buscando hacerse fotografías con la infancia es porque tan simple publicidad sigue siendo tremendamente efectiva. Jeffrey Tambor, quien compone un Georgy Malenkov que mezcla el patetismo con la estética Bela Lugosi, se desvivirá por hallar a la niña que acompañó a Stalin en una de sus imágenes más icónicas.
Y es que ese carisma flota al igual que el miedo. La transformación de la URSS a una gran superpotencia llevó a una Guerra Fría latente donde la propaganda entre uno y otro bando fue feroz, algo que dejó su propio reflejo en el celuloide. El culto a la personalidad llega a tener su eco en el presente y explica las suspicacias que La muerte de Stalin puede seguir despertando en algunos foros.
Andrea Riseborough lo personifica a través de su interpretación de Svetlana Stalin, la hija del hombre de hierro, quien terminó pidiendo asilo en los Estados Unidos, un efecto propagandístico inquietante para el Kremlin y que ha llevado a biografías sobre ella como la de Rosemary Sullivan.
Por su lado, Rupert Friend encara la difícil papeleta de Vasily, uno de los hijos de Stalin, presencia incómoda de controlar por los dirigentes soviéticos dado su carácter inestable. Algo de Vasily parece que inspira a Pyotr Roslov, ficticio bastardo del interesantísimo cómic Superman: Hijo Rojo (2003), hábil ucronía de Mark Millar donde el kryptoniano aterriza en una granja colectiva de Ucrania en lugar de Smallville.
Hay invenciones, claro, y no pocas. Conviene recordar que incluso en esa joya que es El acorazado Potemkin (1925), Sergei M. Eisenstein modificó los incidentes en la escalera de Odessa para legar una escena memorable. Por la carcajada, La Muerte de Stalin sacrifica cualquier rigor académico.
La muerte de Stalin: When you play the game of soviets, you win or…
Una de las fórmulas más polémicas con las que experimenta el equipo de Iannucci en La muerte de Stalin es su forma de irse aproximando al tercer acto de la comedia, uno de los momentos decisivos para este género. De repente, aunque los diálogos siguen siendo ágiles y ocurrentes, un aroma de fatalidad preside todo. El “nunca pensé que serías tú” no precede a la carcajada final de esta ópera bufa, se convierte en diálogo de cariz dramático.
El cómic original culmina con un chiste, la broma cruel como antesala a un pelotón de fusilamiento. Después de su éxito, Fabien Nury y Thierry Robin repitieron viaje al pasado con Muerte al zar (2016), dos volúmenes que muestran doble visión: la de un Románov y la perspectiva de un anarquista.
De su lectura, se vuelve a desprender el buen conocimiento de ambos sobre las fuentes de la época (“El caballo amarillo” y “El gobernador”), volviendo a subrayar una de las obsesiones del equipo creativo: la ceguera de las élites (en este caso, la atávica nobleza rusa de tintes feudales) ante el sufrimiento del pueblo. Con todo, en este caso se señalaría que la pareja carga las tintas más favorablemente ante el gobernador que sobre la cabecilla revolucionaria, vista bajo un prisma sin tonos grises.
La película La muerte de Stalin nos lleva a los vericuetos de la Plaza Roja cuando, de repente, las risotadas se tornan en lamentos. La hipérbole se lleva al extremo con el “proceso” de Beira, el cual fue escandaloso, pero no tan veloz como se muestra ante las cámaras.
Christopher Willis es quien mejor parece comprender el espíritu de opereta para acompañar con maestría su música para marcar la danza de estos juegos funerarios donde las ambiciones, temores y miserias se combinan en un cuadro descarnado.
Una agitadora en el Kremlin
Salir de la zona de confort fue, según sus propias palabras, el gran objetivo de Armando Iannucci cara a aceptar el reto que suponía La muerte de Stalin. La incomodidad y la sonrisa se mueven con la misma fluidez que Steve Buscemi como Kruschev intenta conseguir para moverse en pleno cortejo fúnebre sin llamar la atención y respetando la disciplina de partido.
Una de las cuestiones más positivas que puede salir tras disfrutar de piezas como La vida de Brian es la casi necesidad que sentimos de debatirlos inmediatamente termina. Con un casting de auténticas primeras espadas de la actuación, el film que lanza hipótesis descabelladas (aunque ninguna más inverosímil que los sucesos reales contrastados) sobre el interregno soviético nos deja un poso más profundo de lo que parece.
La incomodidad con que hemos presenciado los días de Trump y asaltos al congreso tal vez deriven en futuras sátiras sobre el tema. Asimismo, ninguna imaginación creativa dará un momento más inverosímil que la presencia de Dennis Rodman como embajador ante Kim Jong-un. El mundo de la política sigue resultando absurdo y en la difusa frontera entre lo grotesco y la carcajada. Por ello, agitadoras como La muerte de Stalin resistirán, ahora y siempre, al invasor y frío liderazgo sin cuestionar.